Hace un día delicioso. Del cielo está emergiendo un
azul templado, aunque intenso. El mar en calma se tiñe de índigo y un par de
gaviotas revolotean alrededor de Ana y Joaquín que han llegado a primera hora.
Ella no ha dormido nada. Está emocionada por el paso que van a dar, muy
meditado, sopesado. Los dos creen que es el broche feliz para un final. Joaquín
mira a hurtadillas a Ana mientras aprieta contra su pecho un pequeño bulto.
Ya llega el pequeño ferry. En unos minutos se ha
formado una buena cola que va subiendo a la embarcación en riguroso orden.
Arranca e Ibiza va dejando un bello perfil en la lejanía. Huele a salitre y las
gaviotas revolotean tras el barco. Ana siente en su piel blanca los rayos soleados
que calientan piel y espíritu. Joaquín la coge de los hombros y besa su
cabello. Ambos tienen fijos sus ojos en un punto. Ya distinguen en la lejanía a
Formentera. Él saca el mapa del bolsillo del pantalón bajo la atenta sonrisa de
su esposa. Han llegado.
Alquilan una vespa y Ana se agarra a la cintura de
Joaquín que parece tomar el rumbo certero, como si lo hubiera hecho cientos de
veces. Y la verdad es que sí, lo lleva haciendo mentalmente dos años. Llegan a
una pequeña curva, paran. La vista es espectacular. A ella se la escapan unas
lágrimas de acero, son las últimas que guarda en la recámara para un momento
así. Saca de la bolsa un pequeño ramillete de margaritas y lo deposita al lado
de una piedra puntiaguda en cuya cúspide parece estar manchada de una sombra;
se acerca a besarla. Joaquín respira hondo. La inmensidad le envuelve, se
emborracha en ella y un silencio es roto por el ruido de unas motos. Se vuelve
y las sonríe; se imagina a Gabriel haciendo lo mismo.
Se montan de nuevo en la vespa y a poco de más de
tres kilómetros llegas a la playa de Illetes. Arena blanca, tan fina como la
harina de hacer sus famosas croquetas, piensa Ana mientras hunde sus pies en
ella. El agua no es índigo sino turquesa. Joaquín indica un punto, ya lo ven
los dos. Se agarran de las manos y caminan despacio. Al fondo un horizonte tan
recto, tan real como la vida que separa un cielo de un mar. Y, ante esa visión
única y magistral que regala la naturaleza, un banco solitario. Ana lee en alto
“No hay verano sin un beso”
Esperan a que una pareja se haga una foto. Joaquín y
Ana sonríen ante aquel beso apasionado de juventud. Incluso se ofrece Joaquín a
hacerles una foto. Luego los jóvenes les retratan a ellos. Cuando se quedan
solos se miran y un beso largo acaricia sus labios. Él se levanta, mira a un
lado y a otro, no hay nadie. Entonces coge su pequeño paquete y lo abre. Una
urna de un verde sin brillo aparece y Joaquín la abre con cuidado, y comienza
una lluvia de polvo a caer entre la arena y el agua.
Después, regresa al banco,
agarra a Ana por los hombros y la dice “Gabriel ya está definitivamente en el
lugar que fue más feliz” Ana asiente mientras mira una foto de su hijo hecha
dos años atrás en el mismo banco besando a su chica; un rato más tarde su vespa
patinaría en una curva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario