lunes, 30 de julio de 2018

EL BANCO


Hace un día delicioso. Del cielo está emergiendo un azul templado, aunque intenso. El mar en calma se tiñe de índigo y un par de gaviotas revolotean alrededor de Ana y Joaquín que han llegado a primera hora. Ella no ha dormido nada. Está emocionada por el paso que van a dar, muy meditado, sopesado. Los dos creen que es el broche feliz para un final. Joaquín mira a hurtadillas a Ana mientras aprieta contra su pecho un pequeño bulto.

Ya llega el pequeño ferry. En unos minutos se ha formado una buena cola que va subiendo a la embarcación en riguroso orden. Arranca e Ibiza va dejando un bello perfil en la lejanía. Huele a salitre y las gaviotas revolotean tras el barco. Ana siente en su piel blanca los rayos soleados que calientan piel y espíritu. Joaquín la coge de los hombros y besa su cabello. Ambos tienen fijos sus ojos en un punto. Ya distinguen en la lejanía a Formentera. Él saca el mapa del bolsillo del pantalón bajo la atenta sonrisa de su esposa. Han llegado.

Alquilan una vespa y Ana se agarra a la cintura de Joaquín que parece tomar el rumbo certero, como si lo hubiera hecho cientos de veces. Y la verdad es que sí, lo lleva haciendo mentalmente dos años. Llegan a una pequeña curva, paran. La vista es espectacular. A ella se la escapan unas lágrimas de acero, son las últimas que guarda en la recámara para un momento así. Saca de la bolsa un pequeño ramillete de margaritas y lo deposita al lado de una piedra puntiaguda en cuya cúspide parece estar manchada de una sombra; se acerca a besarla. Joaquín respira hondo. La inmensidad le envuelve, se emborracha en ella y un silencio es roto por el ruido de unas motos. Se vuelve y las sonríe; se imagina a Gabriel haciendo lo mismo.

Se montan de nuevo en la vespa y a poco de más de tres kilómetros llegas a la playa de Illetes. Arena blanca, tan fina como la harina de hacer sus famosas croquetas, piensa Ana mientras hunde sus pies en ella. El agua no es índigo sino turquesa. Joaquín indica un punto, ya lo ven los dos. Se agarran de las manos y caminan despacio. Al fondo un horizonte tan recto, tan real como la vida que separa un cielo de un mar. Y, ante esa visión única y magistral que regala la naturaleza, un banco solitario. Ana lee en alto “No hay verano sin un beso”

Esperan a que una pareja se haga una foto. Joaquín y Ana sonríen ante aquel beso apasionado de juventud. Incluso se ofrece Joaquín a hacerles una foto. Luego los jóvenes les retratan a ellos. Cuando se quedan solos se miran y un beso largo acaricia sus labios. Él se levanta, mira a un lado y a otro, no hay nadie. Entonces coge su pequeño paquete y lo abre. Una urna de un verde sin brillo aparece y Joaquín la abre con cuidado, y comienza una lluvia de polvo a caer entre la arena y el agua. 

Después, regresa al banco, agarra a Ana por los hombros y la dice “Gabriel ya está definitivamente en el lugar que fue más feliz” Ana asiente mientras mira una foto de su hijo hecha dos años atrás en el mismo banco besando a su chica; un rato más tarde su vespa patinaría en una curva.

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