sábado, 7 de septiembre de 2019

SAUDADES


Hay recuerdos que por hermosos escuecen y los guardas en una de las estanterías de tu memoria para no perderlos; ahí duermen reposados, preñados de lluvia, gaviotas y luz. Pero un buen día suena el teléfono y el ayer vuelve con toda su intensidad…
Me llamaron para saber si quería ir a un congreso y dar una conferencia en Finisterre, por supuesto acepté. Hacía más de veinte años que no iba a Galicia y cuando colgué el teléfono las campanillas de mi memoria sonaban alborozadas. Hice el viaje en autobús con el resto de los ponentes. Buena compañía no fui, pues una vez finalizadas las presentaciones, me disipé en mis pensamientos, en mirar el paisaje desde la ventanilla y esperar gozosa el olor a eucaliptus que embadurnó mi niñez y juventud. Se me pasó el viaje sin sentir y cuando bajé del bus un vientecillo impío, un silencio sordo camuflado de pajarillos adolescentes me vinieron a recibir. El cielo era añil, en ninguna parte del mundo he visto ese color. Levanté la mirada y en aquella capota tan azul volví a ver los ojos que dejé veinte años atrás cuando me obligaron a irme a estudiar a Madrid. La ciudad era un pretexto pues en Santiago podía estudiar la misma carrera. Lo que querían era que me alejara de Manuel, pues para él había otros planes mucho más ambiciosos y no emparentar con la hija del dueño de la fonda Do Miño. Y lloramos, lloramos como dos críos al separarnos y nos prometimos un amor incondicional, eterno y cartas y llamadas y escapadas, pero no pasó nada de eso.
Mis padres me llevaron a Santiago, me montaron en un avión y no volví. Fueron mis padres, los que al poco tiempo llegaron desarraigados a Madrid, y allí los tres echamos unas raíces endebles, pobres, pero el tiempo lo cura todo y el dinero ayuda. Mi padre vendió la fonda y con ese dinero y mucho más que no supe hasta tiempo después de dónde lo sacó, compró un pisito coqueto y un local chiquito en el barrio de Usera y cambiamos el mar por el asfalto. Nunca más volví a saber de Manuel ni mis cartas fueron contestadas ni tampoco mis llamadas; los años hicieron el resto. Yo no perdí el tiempo, estudié, viajé, me doctoré, viví intensamente, pero no me casé, no amé a nadie...
Nada más dejar la maleta en el hotel, he bajado corriendo a la playa. Tanto tiempo mis sentimientos dormidos y de pronto tan despiertos. La luz en mi piel, la espuma blanca del mar bravo. Mis pies hundiéndose en mi arena y un perro ladrando a una gaviota, pero esta ha insistido en acercarse a mí y con la mirada la he acariciado. Han llegado las nubes, el añil se ha ido, ha descendido la bruma y la lluvia ha venido a reconocer mi estado jubiloso de volverme a encontrar con “miña terra”
De repente, me ha dado por mirar la hora y he vuelto a echar a correr; en apenas media hora comenzaban los actos. Ni me ha dado tiempo a mirarme en el espejo. Me he vestido precipitadamente y con el pelo calado he ido deprisa hasta el salón de actos del ayuntamiento. Me he sentado en el primer hueco que he encontrado y he respirado hondo para recobrar la calma y esperado con la sonrisa abierta y la mirada encendida.
Estaba sentada en la esquina de la última fila cuando mis ojos chocaron con una silla de ruedas tres filas más adelante. El pelo canoso del hombre no coincidía con la vitalidad de sus gestos por lo que deduje que no era un anciano. Fueron instantes furtivos en los que mis ojos se pegaron a aquella figura que, sin ser conocida, me era muy familiar, pero el acto comenzó, las luces se apagaron y después de la inauguración, tocó el momento de mi ponencia. Con paso seguro y decidido avancé hacia el estrado y, después de mis saludos en mi lengua madre, comencé a desarrollar el tema que llevaba preparado.
Costumbre adquirida en mis numerosas charlas es la de fijar la vista y moverla en tres emplazamientos y así lo hice. Busqué tres puntos de referencia siendo uno de ellos aquel hombre de la silla de ruedas que, sin ver su rostro por la lejanía y la falta de luz, me daba la seguridad necesaria. Una vez terminada mi ponencia, las luces y los aplausos se encendieron y lentamente después se fue desalojando la sala para pasar a tomar un coctel de cortesía. Me demoré en recoger mis papeles y, cuando levanté la vista, en la sala solo quedaba el hombre de la silla de ruedas.
Una ternura aterciopelada que se aleja del deseo carnal recorrió todo mi espíritu para sumergirme en el cuerpo encorvado donde se hacinan los años y el tiempo que fue de aquel hombre que, sin ser un anciano, la vida le había tratado de una manera cruel.
De Manuel quedaba lo más importante: sus ojos, su sonrisa y su voz; poco después descubrí que también guardaba de él aquel amor que nos juramos.
Los planes de sus progenitores no se llevaron a cabo; un terrible accidente de moto sesgó las esperanzas de unos padres que compraron a otros padres para que retiraran de la circulación a su hija. Manuel tampoco se casó, pero realizó dos de sus sueños: ser veterinario y poeta…
Nos vimos, después de conocernos,
cuando el amor se nos había olvidado,
cuando yo, ya no quería amar,
la tristeza asentada en mi regazo
no me dejaba admitir,
lo que hacía tiempo, yo sentía.
Más llegaste tú y con tus ojos,
echaste por tierra
esa pared que tanto me costó levantar,
mis heridas y yo, tanto tiempo juntas,
nos separamos aquella noche
cuando me diste tu mano.
De esta historia que acabo de relatar han pasado ya tres años. Volví a mis orígenes y me casé con Manuel. He renunciado a parte de mi vida profesional, pero he ganado en intensidad pues me siento viva por cualquier arista de mi ser. Ambos somos uno a pesar de aquella arruga en el tiempo que no nos dio tiempo a planchar.
M Ángeles Cantalapiedra, escritora
©Largas tardes de azul ©Al otro lado del tiempo ©Mujeres descosidas ©Sevilla...Gymnopédies
PD. Poema de Oren Carton

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