jueves, 3 de enero de 2008

UN LUGAR EN ALGUNA PARTE

La vida es una novela de misterio y suspense, en la que lees un capítulo cada día; te va relatando sucesos encadenados unos a otros hasta completar una historia…
En el verano de 1997, contaba con veintiséis años recién cumplidos, un marido dos años mayor que yo, y fruto de nuestra unión, un bebé de seis meses, Mauro. Nuestras vidas transcurrían como en esos relatos rosas llenos de glamour, amor, éxito y ciertos lujos que podíamos disfrutar gracias a que procedíamos ambos de familias muy bien situadas económicamente. Aquella mañana, enfilamos el coche rumbo a Santander, siempre habíamos veraneado en aquella ciudad, allí nos conocimos, los mejores momentos de nuestra juventud estaban en sus playas abiertas al mar; amigos y familia nos aguardaban a la hora de la comida, pero nunca llegamos. Un adelantamiento en curva aderezado con la tibia lluvia de las montañas, truncaron nuestras vidas; desperté rodeada de cables y rostros extraños, no recordaba siquiera que mi nombre era Candela. Con tremenda delicadeza, un psiquiatra me fue introduciendo en mi nueva realidad, mi pierna izquierda se había evaporado como mal menor y como cicatriz profunda, la partida de Mauro y Carlos.

Después de meses de curas, rehabilitación y no sé cuantas cosas más, me dieron el alta. Del verano prometedor, pasé a una primavera oscura. Pisé por primera vez la calle sola, no quería más compañía que mi tragedia; el día no estaba para muchas bromas, la lluvia caía con machacona insistencia y las nubes parecían querer engullir a la nueva pirata de pata de palo, versión siglo XX, que deambulaba por calles desconocidas. Los primeros meses, se me hicieron larguísimos, insoportables, estancados en un dolor que quemaba a fuego lento mis entrañas. Cuando no podía más, aun habiendo perdido la fe, mis pasos me guiaban a una iglesia, refugiándome en el último banco, allí lloraba en silencio, lamía heridas que nunca cicatrizarían. Me ponía a hablar en alto y alguien que yo no veía, comenzó a decirme palabras de esperanza. Creí entonces que me había vuelto loca o que los efectos de la cocaína hacían que oyera la irrealidad. Me fui paulatinamente alejando de mi vida anterior, no quise volver a mi ciudad natal. Comencé a frecuentar ambientes que jamás hubiera sospechado que fuera a caer en ellos. Por aquel entonces, mi pata de palo fue a parar a un antro donde íbamos los desahuciados sociales, desde prostitutas, borrachos, gays y lesbianas. Me gustaba aquel lugar bajo la penumbra, allí todos éramos exactamente iguales, nadie podía reprochar al otro nada y todos perseguíamos lo mismo: olvidar. Entablé amistad con el dueño del local, Ginger, en cuyo carné de identidad figuraba que era hombre pero él no quería ni oír hablar de eso, sentía que sus testículos eran de verdad unos ovarios. Recuerdo que me sentaba en un rincón a beber hasta que perdía el sentido; cada vez tenía menos ratos lúcidos y mis ahorros se iban quemando entre alcohol y drogas, me gasté hasta el dinero que me dieron por el seguro de Carlos. No había vuelto por mi casa ni a saber de los míos, deseaba que pensaran que yo también había muerto en aquel aciago accidente, sin embargo, llevaba en el bolso como viejo amuleto, las llaves de mi antiguo hogar. Ante la necesidad de dinero y la mirada de Ginger lastimosa y certera, me indujeron a que pidiera a aquel ser estrafalario vestido de mujer que me acompañara al pasado, seguro que allí había dinero por alguna parte de la casa. Recuerdo que durante el viaje no paré de temblar, no pude ni abrir la puerta, fue Ginger quien con su manaza depilada empujó la puerta que se cerró tres años atrás. En los primeros instantes sólo miraba al suelo hasta que una exclamación de Ginger me hizo elevar la vista.

-¡Qué maravilla de espejo, Candela!

Entonces me vi por primera vez; unos ojos sin brillo miraban sin ver, un rostro huesudo de piel cetrina y pelo cano estaba parado sin esperar nada. Sentí profunda lástima por aquel deshecho humano y volviéndome a Ginger imploré ayuda en silencio; comencé a llorar en sus brazos hasta que mis ojos quedaron secos, luego, le pedí que me sacara de la casa, era una ofensa a mi pasado. Me llevó a su casa y a los dos días, me ingresó en un hospital de la comunidad en coma etílico; quisieron darme el alta a las cuarenta y ocho horas pero tropecé al salir en uno de los escalones y me partí la cadera. Ahí justamente me di cuenta por primera vez que no hay mal sin recompensa pues tuve que quedarme varios meses hospitalizada de nuevo y gracias a ese tiempo y a la obstinación de Ginger, me salvé.

Cada mañana al despertar encontraba la sonrisa y los ojos vivarachos de Manolo, como así se llamaba en verdad, dispuestos a contarme como había acabado la noche en el bar, sus sueños y esperanzas, proyectándome un futuro en el que los dos seríamos felices; viviríamos en un lugar donde nadie señalaría a Manolo como hombre sino como mujer y yo encontraría sentido a mi existencia. En el fondo, sentía ternura por aquel grandullón con alma de niño mientras sus esfuerzos por desengancharme al alcohol y las drogas comenzaron a dar sus frutos.

En el mes de septiembre poco antes de darme el alta, vino emocionado a decirme que había tenido un sueño premonitorio, había soñado que nos íbamos al Congo ¡Cuánto me reí! Me lo decía muy serio y convencido de que sería un lugar excelente para reemprender nuestras vidas, total, no teníamos nada que perder, en eso tenía razón, pero pensé que era una locura de las suyas para mantenerme distraída hasta que comprobé que iba en serio. Recuerdo que me recogió en el hospital y me llevó a casa, su casa; estaba orgulloso de un minibar que un vez un amante suyo le trajo de Cuba repleto de ron, ahora, en un acto de amistad y para protegerme de mi misma, había desaparecido del salón. Una vez que me depositó en el sofá, me trajo una carpeta que me tendió con muchísima ceremonia y me dijo:

-Empóllate toda esa documentación mientras liquido el traspaso del bar, en un mes lo tendré resuelto y nos podremos marchar.

-¿A dónde?

-Al Congo Candela, que no te enteras.

Aquellas semanas se me pasaron en un suspiro, sólo salía a rehabilitación y volvía rápido a imbuirme en los nuevos aromas africanos, tierra atravesada como diría Joseph Conrad, por una inmensa serpiente desenrollada llamada río Congo, el sexto en longitud del planeta. El suelo del país valía más que la vida de sus habitantes; cobre, plata, petróleo, diamantes, uranio y sobre todo, coltán, mineral codiciado por multinacionales para el desarrollo de armas inteligentes y telefonía móvil. Sus males endémicos traducidos en sida, malnutrición, violaciones y matanzas que se contaban por millares, venían provocados por las luchas de poder, estaban implicados seis ejércitos extranjeros y etnias locales, siendo las más peligrosas las de los Lendu y Hema. Amnistía Internacional clamaba a los cuatro vientos para sensibilizar a los países desarrollados a que tendieran una mano para apagar ese infierno provocado sin duda por el diablo, pero el eco de la verdad se perdía en las fronteras ¿Qué hacíamos entonces allí un travestido y una alcohólica con drogodependencia?

-Candela, UNICEF necesita voluntariado; tú y yo no tenemos nada y aquellas tierras pueden hacer algo por nosotras y nosotras por ellos ¿Qué podemos perder que no hayamos ya perdido? Sabes francés, para distribuir vacunas, comida, no se necesita ser muy avispada. Somos fuertes y superado situaciones difíciles y conflictivas, nuestros ojos están gastados de ver mierda, no creo que aquello nos espante.

Pero, claro que nos espantó. Aunque también es verdad, que el ser humano se engrandece ante las miserias y a pesar de que la impotencia te abrume, sacas fuerza de flaqueza al ver unos rostros chocolate e infantiles que ante el horror, miraban con coraje un mañana, que sin duda, la mayoría no vería jamás. Nos subyugaron sus selvas tropicales, nos humanizó tanto dolor. Nunca había estado en un lugar así, era mi primer destino como colaboradora. El hambre, la guerra y las enfermedades habían ocasionado desde 1998, más de tres millones de muertos y allí, una vez vacunadas de fiebre amarilla y malaria, con el pasaporte y visado en regla, nos presentábamos un hombre y una mujer a lo que fuera menester.

Las condiciones de vida que había en el poblado al que nos destinaron en la provincia de Ituri, no eran malas, sino extremas. Si la civilización una vez estuvo por allí, sus huellas fueron perdidas y los esfuerzos de las dos religiosas de la orden de las Carmelitas Descalzas, el maestro inglés y el médico sin suministros que no fueran hierbas, eran prácticamente inútiles. Decir que aquellas tierras olvidadas por Dios, me hicieron un bien incalculable para mi corazón, no es decir nada. Me encontré frente a mí misma y las limitaciones que como persona tenía pero a la vez, me olvidé de mí para entregarme sin reparos a otros seres cuyos sufrimientos eran desgarradores y que sin embargo estaban tan acostumbrados que no había queja en sus actitudes sino lucha constante. Ginger se volcó de lleno en los niños, jamás había visto cosa igual, tanto amor y ternura juntos. Con un francés espantoso se acercaba a los corazones infantiles y les contaba un cuento africano, siempre el mismo, en el que una araña, símbolo de la sabiduría, relataba que la verdad era un jarrón de rico cristal, que se rompió en mil pedazos y que éstos, quedaron diseminados por el mundo. Su voz se agitaba cada día al atardecer, sabía que a esa hora comenzaba la pesadilla y sus ángeles chocolate tenían mucho miedo. Hombres armados entraban en la aldea y después de robar, violaban a las mujeres una y otra vez ante los esposos, hermanos y los ojos infantiles; su edad, entre los cuatro y ochenta años, después, raptaban a niñas y mujeres y se las llevaban de esclavas sexuales hasta que se cansaban de ellas y las cambiaban a otras bandas armadas. Había noches en que incluso mutilaban a niñas cortándoles orejas o manos con un machete, más tarde, desaparecían, y el silencio acompañado de un quejido comprimido quedaba sobrevolando la aldea. Cuando la luz llegaba, empezábamos de nuevo a trabajar, sepultando a los muertos y la rabia por la injusticia. De ellos aprendí el coraje, la fuerza de espíritu para no caer y perderme en la locura.

La situación cada día se hacía más insostenible en esa zona, pero la verdad es que no sabíamos qué remedio poner. El pillaje tomaba nuevos derroteros entre el canibalismo y reclutar niños para sus tropas, algunos con siete años de edad. estaban armados hasta los dientes, ya que tropas ugandesas en la zona, instigaban a los bandos enfrentados y les abastecían de armas. Fue Ginger quien me descubrió el camino. Mi lealtad hacia él tuvo que demostrar que el cariño a veces toma derroteros insospechables.

-Candela, he de hablar contigo. Hemos de sacar a los niños de aquí y tratar de llegar al campo de refugiados de Bunia. Me queda poco tiempo; es lo último que puedo hacer por estos niños. Dentro de nada, no serviré ni para recoger el agua de la lluvia. Tengo SIDA, Candela- me quedé muda, aterrorizada, desvalida. Sólo pude tartamudear una frase sin sentido, cuya respuesta de sobra sabía.

-¿No tiene solución verdad?

-No.

Y aquel no, dejó abierta la puerta para nuestra última travesía terrenal juntos, quizá la más dura y sin embargo, la de mayor arrojo y riqueza moral que una persona pueda entregar a otros.Preparamos el plan de huida, sin alimentos que dar a sus bocas, sin armas para defendernos que no fueran nuestras manos, sólo con la fuerza anímica de aquellos ojos tan oscuros como la noche y tan llenos de luz por la fe que tenían en nosotros, partimos a un viaje sin retorno aparente. Tardamos unas cinco semanas en alcanzar el objetivo, sin comer apenas y bebiendo sólo el agua que dos veces cayó del cielo. Llegamos la cuarta parte de los que comenzamos la aventura, pero al divisar Bunia, Ginger sonrió antes de caer al suelo abrazado a un bebé recién nacido, cuya madre había muerto por el camino.

-¿Cuál es el nombre de mujer que más te gusta?

-Eufrasia.

-¡Por Dios qué nombrecito, Ginger!

-Así me hubiera llamado mi madre si hubiera nacido chica.-Bien, yo te bautizo Eufrasia en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Su rostro plácido y ausente de dolor quedó quieto; supe que se había marchado para siempre. Había roto en mil pedazos su vida como el cuento africano, hasta encontrar su razón de ser, su verdad, después, murió en paz.Miré hacia atrás y contemplé la vida rica y extensa que disfruté hasta aquel verano de 1997, un valuarte en el recuerdo para reemprender una marcha ardua y difícil, pero mi vida ahora tenía un sentido específico gracias a esa gran mujer que yacía en mis brazos. Su entierro fue maravilloso; las voces de sus ángeles chocolate se elevaron al cielo. Sabía que desde algún lugar ella lo estaría viendo entre cocoteros y manglares.

5 comentarios:

El rincòn de mi niñez dijo...

impresionante Ma Angeles, una historia atrapante,escribís muy bonito
besos

©Claudia Isabel dijo...

Que historia conmovedora, triste y a la vez llena de esperanza. Un placer leerla.
Un beso desde Buenos Aires

©Claudia Isabel dijo...

M. Angeles, voy a linkearte asi te tengo para leerte siempre, sin los link se hace dificil, son un ayuda memoria!
Me encanta tu blog.
Besos desde una Buenos Aires sofocante!

Adriana dijo...

Esta história nos faz pensar que o mundo poderia ser bem diverente.
Seus blog é maravilhoso!!

Common People dijo...

curioso martes. Tengo escrita una historia (son tres en realidad) acerca de el Congo, Rwanda y el maldito coltan. Cuando la termine, que no soy capaz, te la enseñare, curiosamente te va a gustar, pero es triste. Me ha encantado tu historia, pero en una oficina con señores y traje no esta bien llorar... se mucho, de lo que hablas en la historia. Desde Mobutu y su zaire, a El oficial Romeo Dalaire en rwanda...pero todo eso ya te lo contare. Las playas de somo liencres, suances, me traen un bonito recuerdo.

me encantó la historia.