viernes, 15 de mayo de 2009

QUISQUEYA

No podíamos avanzar más, habíamos llegado hasta el control de pasajeros; allí deberíamos dejar a Flor de Oro.
No hablábamos y nuestro silencio era roto por otras despedidas más ruidosas. Nosotros ya nos habíamos dicho todo. Cuarenta años mirándonos a los ojos eran suficientes. Los chicos y Pablo se retiraron discretamente para que Flor de Oro y yo nos estrecháramos con intimidad. Se me hacía difícil mirarla a la cara sin que me cegaran las lágrimas y, sin embargo, lo debía de hacer; debería guardar su última imagen en mi corazón porque no la volvería a ver jamás... Lo sabía.
Ella había sido todo para mí: protectora, madre, amiga, mis pies, mis manos, mi alma.
Arriesgó su vida por mí en aquellos años funestos del anticomunismo del Jefe, Chapita o el Chivo como se le conocía al general Trujillo. Me refugió en los bosques que están a los pies de “los Alpes dominicanos” entre musgo, lianas y frondosos árboles; allí permanecimos dos años. Mientras, nos amamantaba a Angelita, su hija, y a mí. Pero Angelita nació débil y una noche voló con los ángeles, entonces toda la leche, todo su amor, fue para mí.
Muchas, muchísimas noches la pedía que me contara cómo habían sido mis padres. Eran historias fantásticas, como sacadas del cine más glamoroso de los años cuarenta. Y según me hacía mayor más me preguntaba como siendo Flor de Oro una mujer analfabeta podía saber tanto del mundo... Era mi bruja buena. Me decía que había sido llamada espiritualmente para sanar al enfermo, adivinar el futuro y el uso de los más creativos e insólitos métodos para resolver los problemas cotidianos a los demás..., y terminaba diciéndome que todos sus poderes no habían podido evitar la ascensión de Angelita al cielo.
Sin duda, aún siendo una mujer iletrada, me enseñó todo lo necesario para sobrevivir. Me contagió su alegría por vivir, su simpatía, hospitalidad, su sonrisa permanente que nacía de un rostro tizón para desembocar en la blancura de unos dientes perla, y su carácter extravertido. Me enseñó la cultura de la tierra en la que nací: el Carnaval, las peleas de gallos y, sobre todo, la omnipresencia del baile: El Merengue. Pero sobre todo, me imprimió el sello a ser fiel a mí misma, a amar mis raíces y no avergonzarme nunca, nunca, de quien soy.
Mis padres eran judíos y llegaron a la isla como inmigrantes huyendo de la Europa nazi. Pudieron llegar con sus escasas partencias, pero gracias al alto grado de mi padre para los negocios pronto destacó el la isla y no sólo fue atesorando tierras y riquezas sino, además, poder. Y precisamente ese poder le destruyó. Una noche en la que se celebraba una fiesta en el jardín de las palmeras tropicales –así me relata Flor de Oro el jardín de mi hogar dominicano- cuando se silenció la música, se oyeron ruidos extraños y, a continuación una ráfaga de disparos que iban ascendiendo poco a poco al segundo piso, justo donde estaba mi habitación. Flor de Oro se quedó parada unos instantes y después, cogiéndome entre sus brazos salió por el balcón hasta las cocinas. Allí yacían los cadáveres de los camareros que habían estado sirviendo durante la cena. Siguió bajando hasta el sótano donde estaban los dormitorios de los empleados. Cogió a Angelita que dormía plácidamente en la cama y nos escondimos las tres debajo de la cama.
A una hora incierta, una pareja de colibríes se posó en el ventanuco de la habitación de Flor de Oro lo que la llevó a pensar que de un momento a otro amanecería, por lo que decidió dejarnos acurrucadas a Angelita y a mí debajo de la cama y ella salir a investigar.
Lo que encontró, aún hoy después de tanto tiempo, se le oscureció la vista. Mis padres yacían en un enorme charco de sangre encima de la cama acribillados a balazos. Toda la habitación aparecía desordenada como si hubieran estado buscando algo. Flor de Oro que sabía donde mi madre guardaba sus secretos –así llamaba a sus joyas, dinero, documentación y un pequeño diario- porque un día, cuando me estaba Flor dando de amamantar, mi madre se acercó a ella y le dijo:
-Dios quiera que no nos pase nada, pero si tuviéramos esa desgracia, confío en que tú saques a mi hija del horror. Ven conmigo que he de enseñarte algo por si fuera necesario.
Y así, Flor de Oro supo el lugar de los secretos de mi madre. Hizo un atillo con lo que encontró, bajó de nuevo a la cocina y metiendo unos víveres en un cesto, fue a por nosotras y huimos a la selva donde los espíritus del bien nos protegerían. Invocó a “los luases”- divinidades intermediarias entre la deidad suprema y los hombres- para que nos sacaran vivas de allí... Y salimos dos años después rumbo a España con una familia de grandes influencias que me prohijó al no poder tener hijos propios. También se llevaron con ellos a Flor de Oro que fue una más de la familia.
Con veintiún años me casé y Flor de Oro se vino a vivir con nosotros... hasta hoy. Hace un par de meses la detectaron un tumor y no ha querido que la siguieran hurgando; sólo ha tenido un deseo: volver a Quisqueya para de allí volar al cielo con Angelita.
...Me ha mirado a los ojos con esa mirada oscura, penetrante, tan suya. Sé que me ha querido transmitir ese ángel que ha llevado toda su vida guardado.
Nos hemos abrazado hasta que delicadamente me ha quitado los brazos de su cuerpo, y la he visto marchar lentamente moviendo sus enormes caderas; seguro que iba bailando para sí un merengue.

PD. Los Dominicanos se refieren a veces a su isla como Quisqueya, un nombre para la Española usado por los indígenas Taínos que significa «madre de todas las tierras».

3 comentarios:

José Luis López Recio dijo...

Menudo personaje te has sacado de la maga. Estupendo, misterioso, racial, tu Flor de Oro es capz de llenar grandes relatos, como el quie nos ha invitado a leer hoy.
Saludos y buen fin de semana.

Vergónides de Coock dijo...

Tienes buena pluma, esta bien. Suerte.
PD: ya no sé cual seguir.

FDG - El Señor de Monte Grande dijo...

Es verdaderamente gratificante ver como pintas con palabras escenas maravillosas en cada uno de tus relatos.

Un beso desde MG