martes, 22 de junio de 2010

DOS CAMINOS

Ana, llevaba varias noches sin dormir. En el momento de ir a la cama, sentía que la cafeína matinal le comenzaba a hacer efecto. Los dos primeros días se puso nerviosa al pensar en madrugar, el cansancio que al día siguiente sentiría, impidiéndola trabajar como ella estaba acostumbrada pero después, se fue acostumbrando a esa hora bruja en la que se dedicaba a ordenar cajones, pegar fotos en lo álbumes, leer revistas atrasadas, hasta que por fin el cansancio abatía sobre ella.

Esa noche, decidió probar una pastilla de Lexatín que la había recomendado la farmacéutica con la que la unía una buena relación de vecindad. Le comentó que con sólo una pastilla, sentiría como la ansiedad se calmaba y así podría, al menos, descansar y dejar de pensar en cosas que no tenían vuelta de hoja.


Ana, no era amiga de tomar ningún tipo de medicamento, prefería pasar a pelo tanto dolores de cabeza como cualquier otro malestar, pero la angustia que llevaba sintiendo desde hacía semanas la estaba minando el carácter, su rendimiento cada vez era más bajo y las relaciones con la gente de su entorno, empezaban a ser un poco tensas. El propio estrés que se iba produciendo en ella la estaban dejando fuera de combate, notaba que las situaciones se le iban de las manos no pudiendo reprimir esa pequeña furia que todos sentimos alguna vez, pero que la damos escaso valor. Para Ana todo era grande, complicado y confuso. La seguridad en si misma casi había desaparecido.

Ella, había sido siempre una persona sencilla y equilibrada, de fácil convivencia, y buen conformar.

Era la segunda de tres hermanos y la primera que se independizó, yéndose a vivir con dos compañeras de trabajo. Al terminar el Cou, no quiso seguir estudiando ya que nunca la gustó, no se veía capacitada para estudiar una carrera y su espíritu de independencia era más fuerte que pasar como mínimo 5 años más a expensas de sus padres.

Estos, al enterarse de la decisión de Ana, se llevaron el consabido disgusto, pero no objetaron nada ante la decisión de su hija. Sabían que, cuando ella tomaba una decisión, no había más que hablar y, además, la consideraban sensata y responsable.

Antes de irse de la casa de sus padres, buscó trabajo, tenía entonces 19 años. Lo encontró rápidamente, pero el sueldo que le pagaban era muy pequeño, así que tuvo que esperar casi tres años para poderse marchar.

El día que cerró la puerta de casa de sus padres, aunque nostálgica, iba emocionada ante un mundo nuevo. Había conseguido el trabajo que se adaptaba más a su personalidad, un sueldo digno para poder vivir independiente y con holgura, y encontrado dos personas que, en principio, parecían buena gente para convivir con ellas, el futuro diría el resto.


Transcurrieron cuatro años hasta que la ascendieron a encargada de la tienda, antes tuvo que pasar una prueba tan dura como la de convivir ocho horas diarias con una persona que la buscaba continuamente las vueltas, sabía de las posibilidades de Ana y no estaba dispuesta a que la remplazaran ,se dio cuenta del carácter que tenía, ella jamás discutía, callaba y hacía lo que la mandaban aunque, en lo hecho, ponía su personalidad y era precisamente esto lo que la distinguía del resto, no ser conflictiva, adaptarse, pero poniendo su sello personal.

Al nombrarla encargada, pensó que era el momento de tener su propia casa, buscó hipotecas, casas, su tiempo libre lo pasaba metida en inmobiliarias hasta que encontró lo que deseaba dentro de sus posibilidades.

Era un pequeño ático, que anteriormente había formado parte de una casa, posteriormente lo tabicaron dejándolo reducido a un salón, un pequeño dormitorio, minúsculo baño y cocina, y una hermosa terraza que miraba a la plaza de La Encarnación. Pronto congenió con la dueña, mujer mayor y sin hijos, que vio en Ana, la hija que nunca tuvo.

El ático estaba hecho un desastre, el último ocupante había sido un pintor que jamás se ocupo de limpiar ni de arreglar los desperfectos.

Tardó casi dos meses en poderse mudar allí, no la quedaba dinero por lo que tuvo que recurrir a su hermano y a su padre para que la ayudaran a adecentarlo.

Una vez listo, compró lo imprescindible y se trasladó. La primera noche en su nuevo hogar, rebosaba felicidad. Compró una botella de cava, salió a la terraza a contemplar las luces de la ciudad, a saborear esa nueva sensación que la invadía toda ella, quizás este pasaje, fuera de los momentos más felices que posteriormente recordaría de su vida.

No salía demasiado, gustaba terminar de trabajar e irse a casa, escuchar música, leer o hablar por teléfono con su familia, aunque ella viviera separada, gozaba saber de ellos. Algún fin de semana, salía a la sierra a caminar con un grupo de amigos o bien iba al cine. El tiempo iba pasando y estos iban formando sus vidas en pareja, lo que hacía también que sus posibilidades de salidas fueran cada vez menores.

Su hermano, fue trasladado a Usa por su empresa y su otra hermana, se casó y se fue a vivir fuera, sólo quedaba ella y sus padres. Su madre un buen día, le detectaron un cáncer fulminante y en cuestión de meses murió. Su padre se sumió en una profunda depresión, obligando a Ana a que sus ratos libres los pasara haciéndole compañía, paseando, hablando, hasta que lo superó.


Fueron tiempos difíciles y si no hubiera sido porque conoció a Gerardo, muchas veces pensó que habría sido incapaz de sobrevivir a la depresión de su padre. A Gerardo, le conoció en una de las consultas a las que acompañó a su padre. Él mismo, era consciente de que por si solo no saldría de la tristeza en la que se hallaba sumergido por lo que decidió buscar ayuda en un psiquiatra. Le recomendaron uno y pidió a su hija que le acompañara el primer día. El psiquiatra era Gerardo.

Ana nunca se tuvo por una mujer bella, es más, nadie exceptuando su madre, nunca la habían dicho ningún halago de su físico, por lo que dedujo que era una mujer corriente, de las que pasan desapercibidas. Mediana estatura, pelo castaño largo, delgada, boca y nariz pequeñas, pómulos y barbilla marcados y de sus ojos lo único que resaltaban eran unas largas pestañas, no había más. Desde el primer día que conoció a Gerardo, sintió una profunda simpatía por él. Emanaba una humanidad aplastante, miraba a los ojos del enfermo como si quisiera traspasar cualquier barrera y ahondar hasta hallar la raíz de la persona. Realmente era una persona atractiva, no guapa, las canas de sus sienes, le hacían parecer mayor de lo que era.

No volvió a verlo hasta pasado dos meses, en que recibió una llamada de él. Al entrar en casa, se encontró con un mensaje de la consulta, para que cuando pudiera se pusiera en contacto.

Al día siguiente llamó y le pidió si esa misma tarde, cuando terminara el trabajo podría acercarse a la consulta. Ana, por supuesto dijo que sí, estaba muy preocupada por el estado de su padre, que no veía mejoría alguna.

A las ocho y media fue a la consulta. Al verse sola delante del psiquiatra sintió de pronto una timidez absurda, no dejándola apenas hablar. Solo hablaba él. La miraba a los ojos de tal forma, que Ana bajaba los suyos, incapaz de sostener la mirada. Comentó, que quizás sería conveniente sacar a su padre del ambiente en el que vivía a otro muy distinto y que, con la medicación, podría superarlo. Ana, le pidió sugerencias y él contestó que conocía residencias en la costa para la 3ª edad, donde su padre podría pasar temporadas y relacionarse con otras personas.

Conociendo a su padre, le comentó que él se negaría en rotundo a dar ese paso. Gerardo, al verla tan apurada la propuso salir fuera de la consulta con su padre y en una charla distendida, como si estuvieran entre amigos, él propondría a su padre la posible solución. Ana aceptó de buen grado la sugerencia y quedaron en salir dos días después a tomar un aperitivo y hablar los tres.

Era domingo, cuando quedaron, Gerardo había sido muy amable en quedar un día festivo para solucionar un problema de un paciente. Se arregló cuidadosamente pero sin ponerse nada extraordinario, los domingos siempre se ponía vaqueros y una camiseta, apenas se maquilló. Mientras lo hacía, pensó que ese esmero puesto, no tenia razón de ser, pero era consciente de que no podía ni quería evitarlo.


Cada vez eran más escasas sus salidas y aunque fuera a salir con su padre y el psiquiatra, la apetecía estar si no guapa, al menos medianamente atractiva.

Pasó a recoger a su padre y cuando llegaron al lugar convenido, ya estaba Gerardo esperando. Tomaron cervezas y su padre un mosto, su bebida favorita.

La conversación transcurrió mucho mejor de lo que Ana esperaba y fue fácil convencer a su padre, un mes no sería tanto y ella se comprometió pasar un fin de semana con él. Esto fue lo que terminó de convencerle.

Terminada la conversación, se levantaron para despedirse y Gerardo solicitó acompañarles un trozo del trayecto que, al final, se convirtió en llegar hasta el portal de la casa paterna. Ana besó a su padre y ambos juntos se marcharon.

Él seguía sin hacer ademán de irse y al llegar al portal de Ana, le sugirió que si no tenía demasiada prisa, podía subir a tomarse la última cerveza. Él aceptó encantado y subieron los casi 5 pisos entre risas y bromas.

Le llevó al lugar de la casa que más le gustaba, la terraza, abrió la sombrilla, porque aunque era abril, el sol pegaba fuerte y era un día de calor. Gerardo se sentó y perdió la mirada en el horizonte, no hablaba, parecía sumergido en sus propios pensamientos sin darse cuenta de que tenía una persona a su lado. Esto a Ana no le molestó, entendía perfectamente la actitud ya que a ella muchas veces le pasaba lo mismo cuando se sentaba delante de aquella panorámica.


Al rato, él torció la vista y la miro, Ana le ofreció una amplia sonrisa y se encontraron de repente en una conversación quitándose uno a otro la palabra, los dos querían hablar, contar su vida. La tarde cayó hablando, bebiendo y sin comer.

Al darse cuenta de la hora, Gerardo se levantó. Su mujer y sus hijas gemelas habrían vuelto ya del campo y él aún no estaba en casa. Se despidieron con un beso, sentían que eran amigos de hacía mucho tiempo, no de horas.

Ana cerró la puerta y lanzó un suspiro, nunca había sentido esa sensación que tenía en ese momento, no alcanzaba a pensar más. Recogió todo y se acostó.

No tardó en volverla a llamar, así empezaron el rosario de llamadas, unas veces para desayunar antes de ir al trabajo, otras para tomar un café después de comer, cualquier excusa para hablar y hablar.

Así, se pasaron once meses, de aquello, no había qué pensar mucho más. Se sentían amigos, charlaban de todo, se mostraban cómo eran y se sentían francamente bien juntos.

Un mes de agosto, dos días antes de que Ana sé fuera de vacaciones, Gerardo la llamó para despedirse. Estaba muy cansada para salir, pero le invito a que fuera a su casa a tomarse una copa. Eran las diez de la noche, cuando llegó. Se sentaron en la terraza como siempre. Esa noche, ambos estaban muy callados, no necesitaban hablar, se sentían bien así. Ana encendió el equipo de música y sonó Sade.

Lo que pasó después, cuando Ana lo ha pensado, por una parte era lógico, por otra, se echaba la culpa ya que, inconscientemente, había ido preparando un ambiente para que hubiera algo más que palabras.

Amanecieron juntos, tomaron un café sin casi decir nada y él se fue. Al día siguiente, Ana se fue de vacaciones a Gerona dónde vivía su hermana.


Fueron tres semanas de pesadilla. No dejaba de pensar en Gerardo, hasta donde había llegado aquella relación de amistad. Él, no dio señales y su padre enfermó. Tuvo que volver a Madrid precipitadamente. Su hermana, dejo a sus hijos y la acompañó.

Encontraron a su padre mal, no entendían que podía estar sucediendo. Le ingresaron para hacerle multitud de pruebas, los resultados eran confusos, pero parecía ser un proceso degenerativo de los huesos que se estaban descalcificando a pasos agigantados.

Su hermana tuvo que marcharse porque eran mediados de septiembre y los niños tenían ya que empezar el colegio. Ana se encontraba de nuevo sola. Iba al trabajo, casi sin dormir y cuando podía hacerlo, el sueño se negaba. De Gerardo, no sabía nada, un motivo más para que su angustia fuera creciendo. No quería llamar, entendía la situación de él, no quería meterse en el medio de algo que sabía que él amaba demasiado, ella era una circunstancia en su vida nada más.


A su padre le dieron de alta a mediados de noviembre, no podían hacer más por él. Ana le miraba, buscando la persona que un día fue, pero solo encontraba un rostro ausente, apenas podía caminar ni sostenerse en pie. Cogió a una persona para que le cuidara mientras ella iba a trabajar y se trasladó a casa de sus padres.

Un diez de Noviembre cerró entre lagrimas su casa, no sabía cuando volvería, en ese momento su vida no era suya sino de quién un día la dio todo lo que tenía, ahora la correspondía ella dar.

Por las noches tomaba un Lexatin para calmar su ansiedad y tristeza, deseaba dormir y olvidar todo hasta de sí misma, pero no era tan fácil, no tenía ningún aliciente personal al que sujetarse.

A Gerardo le vio un par de veces que fue a visitar a su padre, más que como paciente como amigo, era tan cariñoso, que sus pacientes se convertían en parte de él, sobre todo aquellos que después de mejorar caían para no volver a ser ellos nunca más y, aunque la enfermedad de su padre era algo muy distinta, le apreciaba igualmente.

Las dos veces, casi ni se miraron, como si huyeran de aquel día de agosto. Esto a Ana, aún la entristecía más, no se arrepentía de nada y nada quería de él que no pudiera darla.

Llegó la Navidades, su padre estaba igual, lo que un poco la animaba ver que no empeoraba. Llegaron sus hermanos para estar todos juntos, ella se abrazo a ellos como si fuera el último reducto a que sujetarse.

Estaba tan delgada y demacrada que les causo lástima y esos días que estuvieron juntos los tres hermanos, mostraron tanta dulzura con ella que Ana al verles se emocionaba y lloraba desconsoladamente.


El treinta de diciembre amaneció nevado, era precioso contemplar todo tan blanco. Ana fue al dormitorio de su padre, le despertó despacio para que no se asustara y le dijo que le iba a enseñar algo que le gustaría.

Corrió las cortinas para que pudiera ver la nieve. Su padre le devolvió una sonrisa y le pidió que llamara a sus hermanos para que lo contemplaran juntos. Ya los cuatro sentados en la cama miraron en silencio el paisaje.

Su padre, empezó a mirar uno por uno a sus hijos, esbozó una leve sonrisa y cerró los ojos.

El treinta y uno de diciembre le enterraron, nevaba intensamente, parecía que hasta los copos estaban allí para decir adiós.

Terminó el entierro y los tres retomaron el camino de cipreses en busca de la salida. Ana sintió que alguien la apretaba la mano dentro del bolsillo de su abrigo. Levanto la vista; era Gerardo que la decía muy bajito:

-Ya es hora, volvamos a casa.

2 comentarios:

Juan Antonio ( Amaneceres mios) dijo...

Esos giros finales me apasionan.Yo creo humildmente que cada vez escribes mejor.Un beso amiga y maestra

Ricardo Miñana dijo...

Disculpa la falta de tiempo para
comentar tus bonitos post.
mis deseos que tengas un feliz
fin de semana.
un beso.