viernes, 21 de enero de 2011

BAJO LAS ESTRELLAS

Mil novecientos treinta y seis fue un año convulso. En Europa la amenaza de Hitler era ya un hecho… Y en España, la lucha entre hermanos, un suceso tal irreal como irremediable.

En aquel entonces yo tenía quince años y sueños a punto de despertar. Nací en el seno de una familia modesta en el castizo barrio de Lavapiés que, en realidad, pertenecía al barrio de Embajadores. Nuestra llegada allí fue por casualidad aunque mi padre investigando en su árbol genealógico llegó a la conclusión de que no había sido fruto de la casualidad y sí de los designios ya que sus antepasados habían sido judíos y más de uno, como él, médicos. Mi madre era la portera de un palacete venido a menos que lo habían convertido en viviendas y mi padre, como ya he dicho, médico, pero un médico samaritano pues la mitad de las veces no cobraba ya que su clientela era la mayoría pobre. A pesar de todo, vivíamos bien y teníamos una bonita casa con un patio de vecinos que era la envidia de otras casas pues mi madre lo tenía de dulce: la fuente funcionaba y las plantas crecían por doquier. Mi padre en verano, se sentaba mucho allí a leer porque era una parte muy fresquita y con el botijo y un buen libro, no necesitaba más.


Necesito contar todo esto porque, pasados los años, muchas veces pierdo la noción de mis verdaderas raíces y papá decía que una persona sin raíces no es nada.

Mi padre llegó a médico por casualidad: una maleta llena de libros de medicina escondida en el desván de sus abuelos, le hizo recapacitar su futuro y descubrió una pasión que le acompañaría el resto de su vida.


Fue un hombre comprometido con su tiempo, con los desamparados, con la justicia y, por tanto, perseguido por su actividad sindical. Tanto que en invierno del treinta y seis cuando reclutaron a mis dos hermanos mayores –uno de ellos cayó nada más empezar la guerra y el otro fue tomado por desaparecido esa misma navidad- decidió que lo mejor era exiliarnos antes de que fuera tarde y sus dos hijas pequeñas corrieran el mismo aciago futuro que los dos hijos mayores.

Gracias a unos contactos del sindicato, pudimos huir sin problemas y llegados a Tarifa montarnos en un carguero y llegar hasta Marruecos.

Aquel viaje que iniciamos temerosos de nuestras vidas y como si aquello fura un mal sueño, poco tiempo después se convirtió en una deliciosa realidad; eso sí, muy distinta a todo lo que habíamos conocido hasta entonces.

Realmente Marruecos también era un peligro para mi padre, pero haber cruzado el Atlántico, tan lejos de nuestra patria, mi madre sabía que mi padre hubiera muerto en vida. Amaba demasiado a España para estar tan lejos.

Llegamos de noche a nuestro destino por lo que hasta la mañana siguiente ninguno de nosotros descubrimos nada de aquel lugar al que había considerado el sindicato como un buen refugio.


De ese tiempo recuerdo el silencio que se instaló en nuestra convivencia. De ser una familia parlanchina pasamos al mutismo más feroz. Teníamos miedo hasta del aire que respirábamos y el único que hablaba era mi padre y tan sólo para decir que habíamos dejado de ser quiénes éramos para ser Emilio Fernández Castro y familia; yo pasé a llamarme Clara y mi hermana, Julia.

Mi padre que hasta entonces había sido una persona seria aunque de sonrisa amable, puntual, trabajadora y de corazón abierto, pasó durante un par de meses a ser una persona huraña y huidiza. Mamá rezaba y rezaba hasta nos obligaba a nosotras a rezar el rosario en silencio todas las noches para que papá despertara.


Un buen día, llamaron a nuestra puerta. Dudamos en abrir porque desconfiábamos de todo, aunque al final, fuel mi padre quien, una vez asegurado de que estábamos bien escondidas, abrió la puerta. Era una mujer que pedía auxilio pues su hijo se había atragantado con algo y se estaba poniendo morado. Nadie la había auxiliado… hasta que apareció mi padre. Desde aquel momento, papá volvió a ser el virtuoso de su trabajo que todos habíamos conocido y nosotras despertamos sin miedos a la nueva realidad que nos tocaba vivir.

Aquel lugar era polvoriento, de difícil acceso y poquísimas comodidades; el medio de transporte habitual era la mula o el caballo. Sin embargo, no creo que vuelva a estar en un lugar tan mágico como aquel: Por un lado veías las montañas escarpadas y rojizas del Atlas, Cada vez que las miraba, tenía la sensación de lo diminuta y frágil que era la nueva Clara Fernández.

Si, por el contrario, girabas la vista hacia el lado opuesto, te encontrabas con el inmenso desierto y, a pocos kilómetros de allí, podías hallar un pequeño oasis cuyo manantial proporcionaba el agua más buena que haya probado en mi vida.

Pero lo más hermoso de aquel destino huyendo de una guerra feroz, era la inmensidad de desierto y aquel cielo protector plagado de estrellas. Bajo él aprendí a meditar, a comprender los secretos de aquella tierra ajena a nuestra cultura… Sin embargo, mi padre miraba al Atlas buscando respuestas que no llegaban nunca. Echaba de menos España, los almendros, los olivos, los cipreses, de la rivera del Tajo donde él nació y tantas historias que nos había contado a Julia y a mí cuando éramos pequeñas.

Pero aún así, con la añoranza a flor de piel, desde el horizonte del dolor y el desarraigo fuimos creciendo en sabiduría, comprensión y respeto. Mi vida allí fue muy feliz, hermosa y llena. Nos dimos cuentas que en el fondo todos los seres humanos somos iguales; cambia el envoltorio-cultura-, pero la naturaleza de la gente, sus hechos buenos o malos y su egoísmo, son iguales.


Mis padres no volvieron a España jamás. No, porque no la añoraban ya que hasta el último aliento de sus vidas hablaron de su patria, de España, pero la dictadura franquista se quedó más años de lo que papá hubiera pensado…, y no llegó a tiempo para ver, sentir, vivir, la democracia en su país. Julia, tampoco; no sobrevivió a unas fiebres extrañas a la edad de veinticinco años.

La única superviviente soy yo y conmigo traje el legado de mi padre. También soy médico, vivo en Lavapiés y disfruto de la recién nacida democracia española. Tenemos un alcalde Tierno Galván, maravilloso y conciliador.

No obstante, no hay noche antes de acostarme que no mire al cielo y me sienta bajo las estrellas del cielo protector de mi tierra querida, Marruecos.

4 comentarios:

Ricardo Tribin dijo...

Mi querida amiga,

Una narrativa excepcional.

Tu padre me recuerda al mio quien tambien era medico.
Un besazo

Anónimo dijo...

En el panorama seco de ideas para el cine o en la crisis ideológica del buen teatro, ¿no has intentado "colar" una de tus historias? En mi opinión, estás dotada para el intento y posible éxito. Palabra.

Beso al canto y uno que me debes.

Juan Julio.

Anónimo dijo...

Preciosa historia, exiliados que nunca han vuelto a su tierra han sido muchos, desde todos los puntos del planeta.
Siempre paso por Lola, pero hoy me pasé por aqui y me gusta.
Que tengas un buen Domingo.
Un abrazo.
Ambar

Luciano Doti dijo...

Las circunstancias del destino nos pueden llevar quién sabe a donde.