¿Tienes
idea de cuántas vidas debimos cruzar antes de que lográramos la primera idea de
que hay mas en la vida que comer, luchar o alcanzar poder en la Bandada?
Juan Salvador Gaviota
Un hombre, una
mujer, se hacen a sí mismos, tal vez se inventen un personaje, lo hagan suyo y
al final vivan en la piel de una mentira, ¿por qué no? Nadie más que ellos lo
sabrán, hoy nadie tiene tiempo para descubrir al otro. Lo malo es si un día
tienes el tiempo, la templanza, la tranquilidad, la sinceridad para preguntarte
a ti mismo quién eres, ¿el triunfador, el farsante, un pobre hombre? Porque
ahora se piensa mucho, quizá demasiado, pero no se piensa hacia dentro sino
para expandir redes y más redes para atrapar, cazar salvajemente, como hacían
nuestros antepasados. Pescar ideas, tormentas, miles de tormentas de ideas para
después conformar una sola, lógica, potente, firme. Y cuando llega el final del
día y descorchas una cerveza, miras como se derrama la espuma sin saber
siquiera qué es lo que está saliendo por la boca de la botella; has llegado al
final de tus horas con la cabeza tan hueca, tan llena y vacía a la vez que eres
incapaz de dar un paso más. De nada ha servido rodearte de apetencias, de
deseos si no los ves, si no los sientes… Te has convertido en un muerto
viviente.
Todo esto se va
diciendo Pablo según va conduciendo camino de alguna parte después de que su
sesera reventara y su corazón dijera basta ya. Era uno de los pocos afortunados
en su país de tener trabajo y disfrutar de él porque Pablo vivía para el
trabajo, lo único que de verdad sabía hacer bien. Claro, por el camino dejó
muchos cadáveres, el más importante: el mismo.
Tuvo gran fortuna
de ser hijo de un padre al que se le abrían puertas con facilidad. Él, un
brillante estudiante que a los veintidós años había acabado su doble
licenciatura y al mes de tener sus títulos en el bolsillo, dominando el inglés
y el alemán casi como su lengua materna, ya estuvo trabajando. Nunca fue un
trepa que pisa según escala; no le hizo falta, insisto, era brillante como
brillantes sus relaciones humanas. Siempre tuvo pandilla de verano en Ciudadela, cuna de su madre, pandilla del
colegio, amigo de sus amigos, buen hijo, buen hermano. Insisto, brillante. ¿Qué
pasó, entonces? Pablo sólo sabe que no sabe nada. Treinta y siete años y cayó
fulminado.
Lo que a él le
pasaba, había pasado a muchos en la década de los ochenta cuando aparecieron
los hermosos y ampulosos yuppies, pero estamos hablando del dos mil catorce en
una España con seis millones de parados; Pablo un parado forzoso, no por falta
de trabajo sino por el puto y maldito trabajo. ¿Y ahora qué, Pablo? Se volvía a
preguntar mientras la noche comenzaba a llegar. Miró el GPS y le marcaba que en
noventa kilómetros llegaría a su destino.
Se lo había
recomendado, su psicóloga que a su vez se lo había recomendado una de sus
hermanas la primera vez que fue; no discutió, le pareció bien porque se fiaba
de ella… El rostro de Ana, apareció en el parabrisas… Sí, era su forma de
mirar, su gesto concentrado, su media sonrisa, lo que le daba a Pablo confianza
y a dejarse llevar por una voz que le salía de dentro clamando ayuda, ayuda a
gritos. Estaba arto de tomar pastillas, le hacían perder el control de sí
mismo. Él quería sentir cuando respiraba, cuando las náuseas guillotinaban su
garganta, cuando, de repente, sin saber el porqué, se le llenaban los ojos de
lágrimas y lloraba hasta caer extenuado… Y las pastillas le anulaban, le
privaban de ese dejarse arrastrar por los sentimientos inteligibles.
El coche comenzó
a trepar por la montaña, una montaña pelada, como si al final fuera a estar tan
pelada como al principio, pero no, al terminar la enésima curva comenzaron las
primeras luces para dar paso a calles estrechas y empedradas, ensortijadas y de
luz tan pobre que era noche oscura, negra como su alma… Su pensamiento fue
interrumpido por la voz del GPS que le indicaba que había llegado a su destino.
Frenó casi de golpe y sin darse cuenta un hombre le abrió la puerta poniéndose
la mano derecha en el corazón. Pablo casi ni le miró entrando rápido en el
hotel; tenía sueño, mucho, ni hambre así que según le dejaron la maleta y él
dio un billete de cinco euros al muchacho que le había subido el equipaje, se
dio una ducha y desnudo se metió en la
cama. Por primera vez en meses agradeció el roce de unas sábanas frescas y su
cabeza encima de una mullida almohada; se durmió al instante.
El cacareo de un
gallo, hizo que Pablo se revolviera con gusto en la cama y ya con un rayo
indiscreto colándose por alguna rendija, hizo que entreabriera los ojos.
Primero no supo dónde estaba, segundo, desistió de preguntárselo. Se levantó
despacio, entumecido el cuerpo, estirándose con ganas, y se acercó hasta donde
provenía la luz. Forcejeó unos instantes con la cerradura hasta que atinó y se
abrió. Delante de él, una coqueta terraza con una enorme sombrilla una mesa y
dos sillones; pero Pablo no los vio. Sus ojos estaban embrujados con el
horizonte. El cielo era añil con un mar
infinito del color del cobalto que llegaba a tierra, a una playa tan infinita
como aquel océano de agua salada. Unas risas le sacaron del hechizo. Miró a su
izquierda y vio en la terraza de al lado dos chicas mirándole y riéndose a
carcajadas… “De qué se reirán estas estúpidas”, pensó al mismo tiempo que se
daba cuenta de que estaba desnudo. Se fue corriendo hacia el interior al mismo
tiempo que iba tomando conciencia del hambre que tenía; cogió el teléfono y
pidió que le subieran un café con algo.
Al salir de la
ducha se encontró que en la terraza le habían dejado un suculento desayuno;
tenía prohibido el café después de haberse tomado diariamente litros para estar
despejado, para rendir más, pero sus nervios fueron tocados y no había vuelto a
tomarlo desde hacía cuatro meses, pero el olor que salía de la cafetera fue más
fuerte que su voluntad y se puso uno, sólo uno que lo saboreó lentamente, tomó
conciencia cómo el líquido caía por su garganta dejándole un pequeño placer inexplicable.
También troceó una pieza de bollería crujiente, dulce, de masa suave y tierna
que le supo muy bueno. Después se vistió y salió a la calle sin rumbo, sin
saber ni qué hora era; se sorprendió al darse cuenta que llevaba más de veinticuatro horas sin mirar
el reloj, cuando ese gesto era un tic más de su persona: estar constantemente
mirando las manecillas del reloj, incluso hubo varios días que su vista estuvo
clavada en la manecilla del minutero. En aquella ocasión le encontró su padre que
gracias a su comentario le devolvió al mundo “Pablo, se te han quedado los ojos
redondos, como una esfera” Le dio la risa al escuchar la expresión de su padre,
pero ni siquiera fue consciente de que se estaba riendo. Y ahora, sin saber
porqué, se había desprendido del tiempo mientras bajaba por aquellos rizos de
calles y paraba a leer un cartel que le decía que por esas calles habían pasado
musulmanes durante más de cinco siglos.
En su no saber a
dónde iba, topo con un estanco y entró a comprar tabaco, también lo tenía
prohibido pues en sus peores momentos se llegó a fumar cuatro cajetillas de
tabaco; no lo probaba desde hacía seis meses, pero algo dentro de él pedía
probar al menos uno. Mientras esperaba a que le atendiera una mujer cuyos
movimientos parecían ralentizados por algún hechizo raro, se dio cuenta que en
una de las paredes había un teléfono público, pensó que ese tipo de teléfonos
ya habían desaparecido de la faz de la tierra con el uso de los móviles, pero
allí estaba el teléfono de antaño, pulcro y dispuesto. Rebuscó en uno de sus
bolsillos para encontrar unas monedas y trató de memorizar el teléfono de sus
padres y marcó. Al instante escuchó la voz de su madre, acelerada como siempre
pero cuando oyó la voz de Pablo se transformo en el jardín de la alegría. Lo
primero que le preguntó cómo estaba pues le habían estado llamando a su móvil y
no había contestado. Pablo fue consciente, una vez más desde que había
emprendido su viaje, que se había olvidado de su otra arma arrojadiza y que
tanto le había dañado: el móvil. Tranquilizó a su madre, la contó cómo se
sentía y se escuchó así mismo decir “Mamá, estoy bien, muy bien y no sé porqué”,
aunque su madre le pilló en un renuncio cuando le preguntó “Hijo, Te gusta
Vejer?” La mente de Pablo se quedó en blanco “¡Dios!, Pablo, no sabes ni dónde,
coños, estás”… Salió un tanto desanimado del estanco dejándose arrastrar calle
abajo hasta que fue recobrando el ánimo poco a poco “Pablo, despacio, no pasa
nada, sigue adelante”, le decía esa vocecilla tímida y basculante que surgía de
sus entrañas mientras sus ojos se iban inundando de la cal de las fachadas de
las casas. “Están inmaculadas, parecen
vírgenes expuestas”, pensó mientras comenzaba de nuevo a hallar el placer
contemplativo.
Es cierto que
tuvo otro lapsus mental cuando se dio cuenta de que no había controlado sus
pasos, ni que había sido consciente de que había tomado un camino hasta llegar
a un gran arenal. Su consciencia se evaporaba tan frecuentemente que ni los
ejercicios de relajación le habían servido para mucho. Sin embargo al aterrizar
de nuevo y contemplar aquella arena limpia, fina y rubia, presintió que dentro
de él se abría una nueva compuerta. Gateó hasta llegar a la cima y poder
contemplar la belleza majestuosa del lugar. Apenas había gente, dos hombres
charlando en la orilla mientras sus cañas de pescar las cimbreaban suavemente
el viento, una mujer mayor con chiquillos revoloteando a su alrededor y nadie
más.
Se acercó a la
orilla, se quitó las alpargatas y cuando las olas cosquillearon sus dedos, supo
que había llegado a alguna parte. Comprendió en ese instante porqué el
horizonte era tan recto que su espíritu de hombre perdido se fundiese en él en
un abrazo invisible. El aire atusaba su rostro que sintió como un terciopelo
arrullaba sus despistes, como las briznas doradas de una melena de mujer
extasiaba sus sentidos. Era menuda, casi frágil, casi etérea por los rayos
solares, por aquel azul tan intenso del cielo. La vio pasar como si fuera un
ángel salido del mar. Respiró hondo, mucho, hasta presentir el aroma marino, el
salitre en sus pulmones y una voz anciana que le decía “Oiga, joven, sálgase de
ahí que se está calando” Pablo volvió la cabeza y encontró una sonrisa
desdentada que le pareció maravillosa. Se acercó al hombrecillo anciano y le
dijo sin cortapisas que él nunca había pescado a pesar de haber pasado todos
los veranos de su infancia en un puerto de mar. El acompañante del anciano, tan
anciano como su compañero se levanto para ofrecerle una silla descascarilladla,
Pablo se dejo sentar como se dejó guiar por aquella clase improvisada y, al
caer la tarde, cuando el sol se ocultaba en aquel horizonte tan recto y
previsible, Pablo sintió que una luz comenzaba a encender dentro de sus ser.
Recogieron las
cañas de pescar, todos los adminículos y regresaron despacio, muy despacio
fundidos y una grata charla en la que pablo apenas colaboraba pero que
escuchaba con sumo placer. Al despedirse de ellos quedaron para el día
siguiente y allí estuvo puntual Pablo, como un clavo de puntual. Pasaron días y
días en los que Pabló dormía profundamente, fumaba de vez en cuando dando
largas bocanadas de humo, tomaba café, muy poco pero lo disfrutaba. Comía
salmorejo, manteca colorá. Se zambullía en un océano de olas locas y frías,
aprendió a pescar y a disfrutar de la cúpula de estrellas que nacían encima de
él cada noche.
Había días que
llegaba antes a la playa que sus dos nuevos y únicos amigos y se relamía al
contemplar que su consciencia era capaz de sentir, predecir como la noche, o la
aurora, cómo el tránsito de la mar había dejado huellas inconfundibles: algas
glotonas jugueteando entre sus dedos, conchas que habían perdido sus secretos y
plumas, muchas plumas… “Mis gaviotas”, se decía Pablo “Sin duda han coleteado
los vaivenes de las olas desplumándose en la cresta de la espuma. Después ha
bajado la marea y ha dejado los restos del naufragio de miles de gaviotas” Y
mientras esperaba Pablo comenzaba a sentirse como aquellas gaviotas que
comienzan a aprender a volar. Sus ojos se perdían en su vuelo, en sus alas
extendidas y alzadas al infinito…
Tanto intimó con
la pareja de ancianos que una tarde se descubrió así mismo contándoles con voz
entrecortada, emocionada, a veces profundamente triste, todo lo que le había
pasado, esa enfermedad tonta llamada estrés depresivo agudo que había entrado
lentamente como el veneno de una serpiente para arrebatarle la vida hasta que
le dejó sin nada, solo. Cuando terminó el relato, estaba anocheciendo pero
antes de levantarse de sus tres sillas desvencijadas uno de los ancianos le
dijo “En la vida pasan muchas cosas por casualidad, buenas y malas. Ésta, la
que estás viviendo ahora, en este instante es buena. Eres consciente de que
respiras, que ves como el sol se marcha, menudo, silencioso, grandioso dejando una
estela anaranjada que ilumina tus pasos… Además, sabes que estás desnudo, sin
nada, pero que tus manos, tu corazón y tu cabeza comienzan a ser capaces de
construir sin prisas, sin desánimo, con voluntad un hombre. El hombre que tú
quieras ser, querido amigo Pablo, y métete en la mollera que si caes, no pasa
nada, porque cada día que amanece habrá siempre, que tú quieras, una nueva
oportunidad para ti… Vamos a celebrarlo, os invitaré a un chato en la cantina
de mi nieta…” Y así emprendieron el camino de vuelta a casa, Pablo con su brazo
izquierdo reposando sobre los hombros de uno de sus amigos mientras el sol se
relamía a sus espaldas.
Entraron en la
taberna o cantina, cada uno la llamaba de una forma, riéndose de un chiste muy
malo que Pablo aprendió en la universidad. Se sentaron en una mesa coja, tan
coja y encantadora como aquel local donde todo parecía de antaño, viejo
obsoleto, pero con mucho encanto, limpio y bien cuidado. Una mano tostada de
dedos largos posó ante ellos tres vasos de vino y ellos siguieron con su amena
charla hasta que uno de ellos dijo “Clara, hija, tráenos unos huevos fritos con
tranquilidad” Pablo soltó una carcajada al escuchar las palabras de su amigo y
comió, comió aquellos huevos hechos de puntillas blancas y doradas mientras sus
ojos se perdían en las profundidades del pelo de Clara, aquellas briznas pajizas
que le cautivaron en los primeros días en la playa.
También la
sonrisa de Claro espoleó a Pablo, el muchacho de treinta y siete años que una
vez se perdió y que se encontró en el sur, un sur vestido de añil, de arenales
limpios y dorados.
“El era
capaz de volar más alto, y ya era hora de irse a casa.” Juan
Salvador Gaviota
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