jueves, 14 de agosto de 2014

ALLÁ DONDE TU SOMBRA TE LLEVE

Carmelo camina taciturno por la cera donde pega más el sol, pero tan ensimismado está en sus pensamientos que no siente ni frío ni calor, y eso que están cayendo cuarenta grados a la sombra. A Carmelo le da ya todo igual. Acaba de venir del cementerio, hoy ha enterrado a tu tío Paco, un padre para él, el hombre que le dio cobijo cuando todos le dieron la espalda. En su casa siempre tuvo un plato caliente y el cariño y comprensión que se le negó en el tiempo en que la vida se volvió en un caer y no parar.
Carmelo tiene sesenta años recién cumplidos aunque aparenta algunos más, pero escarbando en su físico aún permanecen las huellas de que una vez fue un hombre atractivo. Su sonrisa de blancos dientes aflorando en su boca se fue un día para no volver. Sus ojos de aguamarina, como decía su difunta madre, ahora permanecen pegados a un velo difuso que no deja ver la luz de su mirada, en su día, pícara. Carmelo es alto, lo sigue siendo, eso no se lo ha tragado los años, tal vez es lo único que le quede de su orgullo; más, no tiene.
Qué más hubiera querido quedarse ya sepultado junto a su tío, cerrar los ojos y no ver más, y que su corazón se parara para no sentir más esa pena que le carcome. Entonces su cabeza se pararía de una vez por todas y no recordaría y no pensaría lo que pudo ser y no fue… Pero le toca seguir para delante hasta que el cuerpo se rompa. Hay veces, cuando el dolor es tan intenso que quisiera cortar por lo sano, pero no tiene agallas, con lo fácil que sería tomarse un bote de antidepresivos, se dormiría y no despertaría jamás, sin más dolor, sólo con el sueño profundo de las tinieblas. Sin embargo, la cobardía se lo impide, como no se lo permite esos rostros chiquitos de sonrisa luminosa. Sí, esa es la razón verdadera, el motivo por el que camina un día tras otro por este mundo aunque él sea una sombra que le lleva a una férrea rutina diaria para sobrevivir.
Carmelo, veinte años atrás, sonreía levantando el rostro al cielo como si de él fuera a llover el maná de su existencia y la realidad es que era así. Porque Carmelo era un hombre de éxito en los negocios, con las mujeres. De charla amena y ágil, de amigos pocos pero consistentes. Un día, en un bar de alterne conoció a Lucía; fue un flechazo a primera vista por ambas partas. Él olvido el pasado de ella y ella ganó una oportunidad para su futuro. Al año se casaron y, a los nueve meses justos, nació Sofía, y a los dos años, Matías. Los primeros diez años fue todo bien, un sueño, una familia sólida y equilibrada, muy enamorados Carmelo y lucía. Los negocios fantásticos, incluso había ampliado su radio de acción en el sector de la construcción. Él no entendía nada de eso, pero gracias a su amigo Guillén se dejó llevar y el dinero entraba sin hacer ruido y a borbotones. Carmelo no preguntaba, simplemente firmaba lo que Guillén le ponía delante y él se limitaba a recoger las ganancias y, con parte de ellas, las invertía en su negocio de distribución; no había más secreto.
Sin embargo, un buen día, ya borracho de éxito, éste comenzó a palidecer y sus glorias fueron amputadas una a una, convirtiéndose su carácter en osco e iracundo. Como las plagas que al principio no se notan, la economía fue cayendo, influjo de las economías mundiales. Las crisis era un búmeran que arrastraba a todos los sectores y a ello se añadió el destape de la corrupción en los pequeños ayuntamientos, justo uno de ellos donde trabajaba Guillén. A él le cogió de refilón y a Carmelo de lleno, pues su firma estaba por todos los lados, mientras que la de Guillén en muy pocos. Los escándalos inmobiliarios corrieron como la pólvora y un buen día llamaron a la puerta de Carmelo. Se lo llevaron preso, un juicio rápido y a la cárcel cuatro años. Cumplió pena, un día sumado al otro, ni uno más ni uno menos. Allí dentro comprendió muchas cosas, cómo el triunfo y la notoriedad le habían cegado, cómo las miserias de uno nadie las quiere, cómo su matrimonio tenía un precio, cómo la avaricia le había envenenado, cómo, al fin,  sus hijos eran arrancados de su corazón…
Y cuatro años después salía de nuevo al mundo con el único bagaje de sus cincuenta y seis años, no tenía más; la justicia y después Lucía, se había encargado de arrebatarle todo, hasta su orgullo. Sus hijos no sólo se avergonzaban de él sino que ni le querían ver. Sólo su tío Mateo se apiadó de él…, y ahora él también le había abandonado, ya sí que no le quedaba más nada.
Caminó y caminó sin rumbo con la única compañía de su sombra, sudando la gota gorda, quitándose primero la corbata negra, después la americana, hasta que llegó al puente y se quedó mirando el agua, clara y cristalina. De pronto sintió el deseo de fundirse en ella y aliviar ese calor que le abrasaba y, sin saber cómo, voló hacia abajo hasta estrellarse con aquellas aguas plácidas que le recibieron con un estruendo que despertó a Olivar, un mendigo que yacía plácidamente junto al río. Olivar no dudó en tirarse al agua a rescatar aquel fardo que había caído, según él, desde el cielo; al menos así se lo explicó a la policía. Cuando terminó el interrogatorio, salió a la calle, ya el sol yacía aplastado en el horizonte, y sin saber porqué se encaminó a un hospital, después a otro, así hasta que encontró las coordenadas del fardo caído del suelo, pero no le dejaron entrar a verle, las pintas de Olivar no se lo permitían, por lo que salió por una puerta y entró por otra donde encontró jabón y batas blancas y zapatillas; se lavó y se puso una de esa batas, y se fue a la habitación del fardo caído del cielo. En la puerta dormitaba un guardia que lo sorteó sin problemas y entró.
En la cama blanca, con tubo de oxigeno y cables dormía el ser con la cara más triste y dolorosa que nunca hubiera visto Olivar; ni él en sus peores momentos, seguro que no había llegado a tener esa cara. Sintió verdadera lástima por aquel fardo que él mismo sin saber cómo ni por qué había salvado.
Se marchó de allí, no sin antes pasar por donde había cogido la bata blanca y las zapatillas, con la suerte de encontrar ropa de calle de hombre y un billetero con un par de billetes de veinte. Los guardó como un tesoro y se largó. A las pocas horas volvió y entró sin problemas; iba más bonito que un San Luis y nadie, ni siquiera el guardia que estaba en la puerta de la habitación, le impidió la entrada. Dijo que era un amigo y entró. El fardo seguía dormido como un tronco, pero mascullaba palabras inteligibles; fue la primera vez en mucho tiempo que agarraba la mano a un ser humano y el roce no sólo confortó a Olivar sino, también, al fardo que dejó de mascullar con aquel apretón.
Así pasaron un par de días hasta que al tercero y, mientras Olivar le contaba su vida al fardo, éste abrió los ojos. Olivar llamó rápidamente al timbre y se personó una enfermera, después, un médico. Trataron de echar de la habitación a Olivar, pero no tuvieron éxito porque el fardo pidió que a su amigo no le echaran. La expresión de “amigo” causó una honda impresión en Olivar, tanto, que su cuerpo se estiró y sus ojos apagados, sonrieron.
Ocho meses más permaneció Carmelo en el hospital. De la habitación, le trasladaron a una unidad psiquiátrica y detrás de él, siempre iba la sombra de Olivar que, por cierto, los médicos no trataron de cortarle el paso, todo lo contrario. Vieron como la persona de Olivar era beneficiosa para Carmelo y su pronta recuperación. Al cabo de los ocho meses, Carmelo fue dado de alta. El brillo, tenue, de sus ojos volvía a mirar al mundo de cara, y el cuerpo famélico de Olivar se le veía más o menos relleno. La pareja fue despedida por toda la unidad psiquiátrica con un cariño especial, no sin antes, Olivar amenazar a todos que un par de días a la semana pasarían por allí para que, a cambio de comida, ellos dos, Carmelo y Olivar, ayudaran a las vacas sin cencerro como así llamaba a los enfermos de ese departamento.

Claro que volvieron, volvieron todos los días a ayudar a otros que como ellos en algún momento de su vida caminaron al borde del abismo. El tío de Carmelo, para su sorpresa, le dejó una pequeña herencia que administró con mesura y compartiéndola con su ángel protector. Carmelo no recuperó el cariño de sus hijos, pero ganó un futuro lleno de esperanza ayudando a los demás.

1 comentario:

Ricardo Tribin dijo...

Con Carmelo nos tres de nuevo una muy interesante historia de esas que tu escribes tan bien.

Abrazo grande.