Hoy es tu santo, 21
de octubre. Sí, claro que lo recuerdas, menudas fiestas te hacía Remigio, tu
esposo. ¡Cuánto le añoras!, sin embargo eres mujer de fe, y sabes que él te
está esperando. Cada mañana le pides que te lleve con él, pero la naturaleza es
obstinada, y no te quiere aún por esos
cielos que tanto miras cuando sales a pasear.
¿Sabes lo que más me
gusta de ti, Celina? Tu esencia de mujer crecida en campos de arado, en tu
Castilla más profunda. Ni que tu nuera, ¡Maldita arpía!, te trajera a la ciudad,
hizo que perdieras el aroma de trigales
y encinas creciendo al lado de tu casa. Vistes como las mujeres de antes,
mujeres que sólo conocieron su pueblo antes de arrancar sus raíces y plantarlas
en hormigón y asfalto. De negro, verano e invierno. Un luto se casaba con el
siguiente y así toda tu vida. La única licencia que te permites es quitarte las
medias tupidas de azabache en verano. Medias que siguen contigo desde hace
lustros; las coses y recoses como antaño, y hogaño las sigues zurciendo tú misma porque
la vista, a pesar de tus gafas, la mantienes esplendida.
Tu pelo es un monte
de espeso paisaje nevado que lavas cada tres días y cae un mechón juguetón
sobre tu ojo izquierdo. Tu rostro es una planicie, lindando el campo segoviano.
Surcos arañados a tantas tempestades que no por eso dejaron tu boca enmarcada
en una sonrisa escondida tras tu timidez. Igual que tus ojos, abarcando extensos espacios azules que miran
con gratitud y prudencia, tan limpios de nubes como tu carácter, un recio
prisma de virtudes cristianas sin saltarte ninguna de ellas. Ni siquiera con tu
nuera, ¡Menuda bruja!, que motivos te dio y que, no por eso, dijiste una palabra fuera de otra, si tu hijo
era feliz con ella, pues tú feliz. Claro que añorar, añoras tu casa, tan limpia y luminosa, repleta
sus ventanas de florecillas y Capullo, tu perro… Vinieron tiempos de bonanza, y
la nuera vio buenos cuartos por las tierras del pueblo, y con engaños y pantomimas, Celina y Capullo acabaron en casa del hijo, en
la ciudad. Pero ¡Ojo!, lo justo para quedar bien porque a los tres meses, ni un
día más, ni un día menos, a Celina la llevaron a una residencia y a Capullo a
la perrera. Sí, a la perrera. Menos mal que Celina, con una cabeza que conserva
prodigiosa se enteró, cogió un bus, sacó a Capullo, un pastor alemán de cinco
años, y se presentó en la residencia de ancianos. Qué diría, qué haría Celina, que Capullo se
quedó a vivir en la residencia junto al guarda de seguridad. Por el día dormita
o pasea con Celina. Por la noche trabaja husmeando cada rincón, poniendo en
aviso a Tomás, el guarda, ante cualquier ruido sospechoso. Celina descorre los
visillos y le mira con orgullo, amor y agradecimiento. Dentro de lo malo los
dos están bien. Es más, de vez en cuando
aparece el hijo y la nuera de visita, e
invitándola de medio lado a ir a comer a su casa. Va, no porque quiera estar
con ellos, sino por ver a sus dos nietos
ya que a la residencia no les llevan porque se pueden deprimir, y la única manera de verles crecer es tragarse
su orgullo, poner cara de tonta como si no se enterara de nada, y ver a esas dos criaturas que crecen
preciosas y sanas. Son buenos chicos. Lara tiene doce años y el pelo como la paja. Los ojos son
verdosos. Lo malo es que algo se parece a la madre, pero cuando se queda a
solas con Lara la dice “Aprende de tu padre, hija, obsérvale, es como un libro hablándote de bondad”
Arturito, ay Arturito, calcadito a su padre, en todo. El otro día pidió a su hijo
una foto de los chicos y la llevó tres;
la que está la nuera, la ha guardado en el cajón y las de los nietos las ha
puesto en dos marquitos de plata. Bueno, plata no será porque los compró en una
tienda de chinos, pero son muy bonitos.
Los ha puesto en la mesita que está al lado del sillón orejero. Un tapete
hermosísimo de ganchillo, herencia de su madre, cubre la pobre y desvencijada
mesita que ahora luce como la que más. Allí te aposentas cuando gustas recordar
cómo la niebla cubría tu terruño y las
encinas asomaban su perfil tras ella.
Hoy es tu santo, Celina, veintiuno de octubre.
Las auxiliares te han contado que hoy habrá pasteles en tu honor. Tímidamente
has dado las gracias mientras tu piel se ha ruborizado; has cogido tu monedero
que lo aprietas con ganas y has salido a la calle con Capullo. Hace una mañana
hermosa, de sol agradecido, y un airecillo suave te ha besado las mejillas
mientras pensabas qué bueno es Dios contigo.
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