“Su corazón tuvo una razón para latir
además de la del miedo” Alberto Méndez en su libro “Los girasoles ciegos”
Las
campanas de San Juan dan las seis de la mañana. Las cigüeñas salen de sus nidos
espantadas. Gabriela, apostada en el ventanuco, sonríe ante el bello espectáculo
que observa esa mañana de junio de mil novecientos treinta y nueve. No lejos,
oye las voces del cuartel de San Miguel “España, una. España, grande. España,
libre. Arriba España. Viva Franco”... Gabriela suspira. Siente que el corazón
la pesa y sus dieciochos años no son lo que aparentan; hace mucho que perdió la
juventud, las esperanzas.
Se
vuelve, coge la lechera y la destapa; apenas hay leche y hoy no puede comprar.
No la han pagado aún la plancha de las sábanas y las camisas de Doña Reverencia,
ya que cuando fue a entregar el trabajo, la señora no estaba.
Echa un
poco agua en la leche y lo pone en un cacillo. Pronto Salustiano se despertará
y no tiene nada que meter a esa criatura en la boca. Si no fuera por el niño,
ella misma se hubiera ofrecido para ir al paredón; que acabaran cuanto antes
con su vida. Ya la habían robado lo más importante: sus padres, sus dos
hermanos y... la honra. ¿Qué la quedaba? Sí, ahora el pequeño Salustiano fruto
de aquella violación por soldados del ejercito franquista, los mismos por
los que murieron su padre y hermanos defendiendo a la España libre, la España
grande. Llegaron los republicanos en su huida y de paso que se llevaban los
víveres que tenían almacenados madre e hija, un tiro seco en la frente para su
madre por negarse a entregar un triste kilo de harina y unas lentejas. Y ella,
Gabriela, violada por todo el que quiso pasar por allí; no opuso resistencia,
el miedo era demasiado grande..
Socorrida
horas después por Don Jacinto, el aguador del pueblo, fue el alma benefactora
que la extrajo de aquel pozo. El hombre tenía poco, pero lo compartió con ella
para sacar adelante al niño. Le buscó una buhardilla en un edificio casi
Ruinoso por las bombas donde no hay agua corriente ni luz, pero el suficiente
espació para un camastro, el corralito del bebé, un jaulón con dos gallinas,
una lumbre y una mesa que hace las veces de tabla de planchar... Y Gabriela se
da por contenta.
Antes
de todo aquello, tenía un hogar y soñaba en ser peluquera. Ahora no tiene
sueños y al alba se despierta sobresaltada ante los disparos; la guerra sigue
porque los vencedores no se conforman con el triunfo sobre el vencido. No, su
deber es aniquilar el rastro de aquellos que lucharon por un sueño. Matan
cuando nace la luz aunque el rayo aún duerma; después hacinan los muertos en
una fosa. Gabriela todos los días pasa por allí y susurra una plegaria por esos
cuerpos inertes. Luego mira al cielo y suelta una maldición. Maldice al que se
cree que ganó porque ha vendido el alma al diablo. Se maldice así misma que
busca ropa y zapatos para robársela al fusilado. Cuando lo consigue, se va
corriendo entre las sombras hasta el río. Allí frota y refrota la ropa. A los
zapatos los restriega con una piedra mojada para quitar el barro. Con todo hace
un atillo y se va a casa. Espera que las prendas se sequen para plancharlas con
primor y con el betún acicala los zapatos. Una vez terminada la faena, baja a
la tienda de Don Remigio; éste se coloca las gafas para mirar con fruición la
mercancía de Gabriela. Con ella nunca regatea, pero tampoco la da demás, los
tiempos no están para malgastar. Todos están ajustados, hasta los que tienen
que robar para revender.
Gabriela
no tiene salida, tan sólo si hubiera dejado morir al hijo del pecado, ahora no
se vería humillada a robar a un pobre muerto o a un saco de huesos, porque
algunos sólo conservaban un solitario pellejo que recordaba que una vez
fue un hombre o una mujer.
Un día
en que se encontraba profundamente desesperada decidió robar de la tienda de
don Remigio una pistola, dos balas, pero cuando llegó la noche no tuvo valor de
disparar a la criatura y luego a ella misma. El niño la miró expectante durante
un rato; después sonrió. ”¿Cómo le iba a matar, pues?”, pensó al recordarlo.
Al día
siguiente con el niño en brazos volvió a la tienda a devolver la pistola. Don
Remigio nada dijo y tendiéndola un saquito de harina la miró de tal manera que
calentó su corazón hasta borrar cualquier nubarrón.
Salustiano
se despierta llorando; tiene hambre y la poca leche con agua no son
suficientes. Su madre se retuerce las manos. ¿Qué hacer? ¿Mendigar? Coge a la
criatura y escaleras abajo sale a la calle desesperada. El niño llora de
hambre, pero tiene, además, fiebre y de repente un color extraño. Gabriela
recorre las calles como un fantasma, no sabe dónde ir y presiente algo malo;
Salustiano ha parado de llorar y ella enloquece. “¿Qué le pasa a mi niño?”
Grita, grita aterrada. De pronto ha vuelto a oler la muerte cuando menos se lo
esperaba. Es lo único que sostiene a Gabriela a seguir caminando. Esa criatura
no tiene culpa de nada. Viene de un pecado que no es el suyo. Es verdad que al
principio no lo quiso ni lo miraba a la cara porque cada vez que el cuerpecillo
se movía, a Gabriela se la amontonaban en la memoria aquellos recuerdos
salvajes de la violación; una y otra vez. ¿Cuántas veces? A Gabriela la
parecieron cientos. Sin embargo, el llanto de Salustiano, los ojillos perdidos,
las muecas de una sonrisa y la soledad, hicieron que la muchacha que un día
tuvo sueños y quiso ser peluquera, se fuera encariñando con la criatura. Pero,
¿si el niño se moría, qué haría ella? ¿Para qué vivir más vida si en vida todo
fue llanto?
Alguien
se apiada de la muchacha y trata de ver al niño; éste respira con dificultad,
pero aún esta vivo. El matrimonio mayor que la socorre la invitan a que les
acompañe. Gabriela se deja hacer; ha perdido la perspectiva, pierde el
conocimiento.
La
maldad humana es demasiado grande para ser justificada. Sin embargo, cuando me
paseo con los ojos abiertos, siempre encuentro a locos con esperanzas en sus
manos y palabras de aliento cosidas a sus bocas abandonadas. Me los quedo
mirando como si fueran espejismos fruto de mi calenturienta imaginación que se
desborda con cualquier hechizo.
…Y es
que hay días en que me cuesta creer en el hombre, vivir con él, pero estos
soles menudos que hallo en mi camino me hacen desistir, y dejo las ventanas
abiertas. Abiertas al aire puro, impío de otros, para no perder la fe en ese
hombre que le siento tan bajo y ruin.
… Así
que aquí estoy, esperando a que amanezca y por el horizonte crezca un sol
menudo que me ayude a caminar con la sombra de hombres que no me gustan y que,
sin embargo…
Miguel
me atusa dulcemente la mano. Parece mentira con lo hoscas y atribuladas que eran
sus manos, con el tiempo han logrado refinamiento, dominio sobre su fuerza
bruta.
Levanto
la cara, me está mirando. Me mira con esos ojos de cachorro perdido y
lastimero; con lo cenizo que es, seguro que me está llorando antes de irme…, le
conozco tan bien que… Sobre sus ojos se ha posado la niebla de los años aunque
no han perdido la ternura a pesar de esas arrebolados de arrugas que acarician
su años.
Le miro
sintiendo la gratitud que se me escapa sin querer, con ese amor que da el roce,
el tiempo…, y busco entre las telarañas de la memoria aquel joven que conocí
con apenas veinte años.
Miguel
era guapo, muy guapo. Extrovertido, parlanchín, culto y divertido. Como se
decía en aquellos tiempos, hubo flechazo en el mismo instante en que nuestras
voces se rozaron en el aire. Yo era camarera, y él un señorito bien de una
ciudad de provincias. Yo, trabajaba para sacarme unos estudios con el enfado de
mi padre que deseaba que me quedara en el pueblo y desposara con alguien que
acrecentara las tierras familiares; para mi tiempo era una muchacha díscola e
independiente en mi fuero interno.
Miguel
era ya un apuesto abogado, además de tener novia reconocida, y de su misma
clase, pero hubo algo que condujo a sus sentimientos por caminos muy distintos
a los de Casida, su chica como dicen ahora.
Al
principio, él se debatió entre lo correcto que era Casilda y la pueblerina que
era yo, sin haberes y, como único aval, mi belleza. Sí, hasta yo debía
reconocer cuando veía fotos mías de aquella época que era muy hermosa. De esas
bellezas limpias, sanas, sin necesidad de acudir a afeites que engalanaran mi
tarjeta de presentación. Tampoco tenía falsas pretensiones y mis pies estaban
demasiado clavados a la tierra para permitirme ciertos sueños. La discreción y
la prudencia, mi carácter tranquilo me ayudaron a escalar los montículos
sociales que nos separaban. Bueno, fue una ficción porque el tiempo demostró
que no trepé ni las paredes de mi casa.
Nos
enamoramos poco a poco, sin prisa, pero sin pausas. La declaración oficial de
sus sentimientos a sus padres fue toda una tormenta que no acalló ni tiempo
después de estar sus padres en la tumba. A él le perdonaron, pero no a mí que
había truncado los planes de futuro para su hijo. Era una sociedad hipócrita,
consintiendo, tapando cualquier desmán moral; todos estaban corrompidos, hasta
Don Severino, el guía espiritual de mi suegra. Gracias a su ejemplo, dejé de pisar la iglesia. Ellos
taparon los escarceos de faldas de Miguel. Claro, mi culpa fue callar, asentir,
y hacer que nada veía. Le amaba demasiado hasta que dejé de quererle. Todo
tiene un límite, hasta los sentimientos.
¿Por qué
no me fui? Mis hijos, mis hijos me ataron a la pata de la cama de su
padre. No, nunca tuve miedo de perder,
Dios lo sabe bien. Sabía que no tenía nada, odiaba esa sociedad mentirosa,
ellos tampoco me querían. No me fui porque el amor a mis hijos era lo que de
verdad era real, limpio y puro en mi vida mientras su padre iba de triunfo en
triunfo. Pero como todo en este mundo, los caminos se agotan, y has de volver a
caminar, esta vez de regreso, cuesta abajo. Y allí estaba Matilde, yo, para
recoger los escombros.
Los años
pasaron, la vejez llegó, y Miguel se acopló a mi brazo hasta hoy.
No
quiere escuchar a los médicos ¡Pobre!, tiene terror a la soledad, al eco de las
paredes de su alma. Por él estoy aguantando, me da lástima. Guardo las pocas
fuerzas que me quedan para cuando Miguel se acerca silencioso, se sienta, me
agarra la mano y me mira con esos ojos de perrillo maltratado, abandonado.
El ser
una octogenaria me ha hecho perdonar,
olvidar mis duelos…, he dejado de sufrir por mi pasado, aunque no olvido que
Miguel está aquí, ahora, porque su vejez
le ha prohibido todos los placeres de la juventud.
… Me
vuelve a acariciar la mano, se la acerca a la boca y me la besa suavemente; es
lo último que he sentido antes de cerrar los ojos…
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