lunes, 1 de febrero de 2016

A LA SOMBRA DE LA GUADAÑA

Sofía tenía un nudo en el estómago. Nada más entrar en la habitación y observar el panorama, una bocanada ácida irrumpió en su paladar. Salió como pudo al jardín y, aun aspirando el olor de los rosales próximos, no pudo despojarse de aquella sensación de haber barruntado la muerte entre los recuerdos de Asunción.
Encendió un cigarrillo y aspiró el sabor a tabaco tanto como sus pulmones fueron capaces. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos recuperado, a medias, el control;  estiró las piernas. Notaba una explosión primaveral en aquel espacio reducido, los árboles abanicaban el aire suave de las primeras horas del día produciendo un agradable frescor. El canto de dos o tres pájaros despistados, suspendidos en las ramas, trinaban armoniosamente. Abrió los ojos y su visibilidad se topó de lleno con la cruda realidad que envolvía el ambiente. No muy lejos de donde estaba sentada se hallaba un anciano en silla de ruedas dormitando “Qué cruel era la vida”,  pensó, así podía estar ella algún día, nadie se escapaba al deterioro que sufre el cuerpo y la cabeza. Se preguntaba, otrora, si esa belleza creada artificialmente en ese jardín serviría a esos ancianos a conducirles a su fin de manera hermosa y sosegada ¿Qué pensaría un anciano al llegar al límite y ser consciente del abandono de la vitalidad? Pregunta que sí sabía la respuesta pues a grandes rasgos lo había vivido desde hacía tres años cuando comenzó a frecuentar aquel lugar...
Doña  Ascensión protestó tanto como pudo pero sus quejas cayeron en saco sin fondo y cuando sus dos hijos cerraron la puerta, rompió a llorar amargamente. Aquel lugar no era su casa y ella quería sus cuatro paredes ¿acaso se había ella metido en la vida de sus hijos? Todo cuanto hicieron le pareció bien, alabó su libertad y fue feliz en el gozo de sus hijos, celebrando sus éxitos. Entonces ¿Por qué ahora no era respetada como ella hizo con ellos? Le atribuían carencias absurdas, como que su cabeza se había convertido en olvidadiza, cuando ella tenía una memoria que ya quisieran muchos. Decían que estaba sola en la ciudad y que las noches eran largas y podían necesitar algo. Que supiera ella, las horas de la noche habían sido siempre las mismas pero como ella dormía a pierna suelta, ni se enteraba. Según ellos, en ese lugar iba a estar mejor que en su casa, no se tendría que preocupar de nada y para colmo seguiría gozando de su libertad, pero si a ella le gustaba ir a la compra, guisar su comida ¿Había alguien que se lo prohibiera? Parecía que esos dos energúmenos de hijos se habían puesto de acuerdo a dirigir a sus años la vida de una anciana que vivía feliz en su casa ¡El mundo estaba loco!
Y Asunción, después de despotricar contra sus hijos, llorar amargamente entre aquellas paredes que no eran suyas hasta dejar secos a sus ojos, enfadarse con Dios después de haber sido una buena cristiana de misa diaria y ayudando en la parroquia a los más necesitados, se dejó secar como aquellos ojos que la habían guiado en sus ochenta y siete años. Se secó como una rosa. Dejó de pensar en qué guiso haría, en sus hijos, en sus vecinos, en limpiar la plata o los cristales. Olvidó los botones para encender la lavadora, sus crucigramas y sus rezos. Perdió su voz dicharachera y vital, sus piernas se negaron a caminar. Su mente partió a un paraíso tan íntimo y personal que nadie era capaz de traspasar sus fronteras. La mirada clara de Asunción, tan azul como el cielo de su Cádiz natal se diluyó en sombras de bruma y algodón.
No fue rápida su transformación. Solo los que habitaban junto a ella, ancianos en sus últimas consecuencias pero con la sensibilidad y el dolor abiertos en canal, fueron conscientes que su compañera se diluía entre medicamentos y soledad hasta que un día la encontraron dormida en el jardín, a la sombra de un sauce llorón, con sus ojos abiertos mirando un rosal. Un rosal marchito, tan seco como Asunción.


1 comentario:

Ricardo Tribin dijo...

Querida Ma. Ángeles.

Excelente, sencillamente excelente.

Además tu humor al describir su voz dicharachera es magnífico.

Un gran abrazo grande desde Miami.