Sofía tenía un nudo en el estómago. Nada más entrar en la
habitación y observar el panorama, una bocanada ácida irrumpió en su paladar.
Salió como pudo al jardín y, aun aspirando el olor de los rosales próximos, no
pudo despojarse de aquella sensación de haber barruntado la muerte entre los
recuerdos de Asunción.
Encendió un cigarrillo y aspiró el sabor a tabaco tanto como
sus pulmones fueron capaces. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos recuperado,
a medias, el control; estiró las
piernas. Notaba una explosión primaveral en aquel espacio reducido, los árboles
abanicaban el aire suave de las primeras horas del día produciendo un agradable
frescor. El canto de dos o tres pájaros despistados, suspendidos en las ramas,
trinaban armoniosamente. Abrió los ojos y su visibilidad se topó de lleno con
la cruda realidad que envolvía el ambiente. No muy lejos de donde estaba
sentada se hallaba un anciano en silla de ruedas dormitando “Qué cruel era la
vida”, pensó, así podía estar ella algún
día, nadie se escapaba al deterioro que sufre el cuerpo y la cabeza. Se
preguntaba, otrora, si esa belleza creada artificialmente en ese jardín
serviría a esos ancianos a conducirles a su fin de manera hermosa y sosegada
¿Qué pensaría un anciano al llegar al límite y ser consciente del abandono de
la vitalidad? Pregunta que sí sabía la respuesta pues a grandes rasgos lo había
vivido desde hacía tres años cuando comenzó a frecuentar aquel lugar...
Doña Ascensión
protestó tanto como pudo pero sus quejas cayeron en saco sin fondo y cuando sus
dos hijos cerraron la puerta, rompió a llorar amargamente. Aquel lugar no era
su casa y ella quería sus cuatro paredes ¿acaso se había ella metido en la vida
de sus hijos? Todo cuanto hicieron le pareció bien, alabó su libertad y fue
feliz en el gozo de sus hijos, celebrando sus éxitos. Entonces ¿Por qué ahora
no era respetada como ella hizo con ellos? Le atribuían carencias absurdas, como
que su cabeza se había convertido en olvidadiza, cuando ella tenía una memoria
que ya quisieran muchos. Decían que estaba sola en la ciudad y que las noches
eran largas y podían necesitar algo. Que supiera ella, las horas de la noche
habían sido siempre las mismas pero como ella dormía a pierna suelta, ni se
enteraba. Según ellos, en ese lugar iba a estar mejor que en su casa, no se
tendría que preocupar de nada y para colmo seguiría gozando de su libertad,
pero si a ella le gustaba ir a la compra, guisar su comida ¿Había alguien que
se lo prohibiera? Parecía que esos dos energúmenos de hijos se habían puesto de
acuerdo a dirigir a sus años la vida de una anciana que vivía feliz en su casa
¡El mundo estaba loco!
Y Asunción, después de despotricar contra sus hijos, llorar
amargamente entre aquellas paredes que no eran suyas hasta dejar secos a sus
ojos, enfadarse con Dios después de haber sido una buena cristiana de misa
diaria y ayudando en la parroquia a los más necesitados, se dejó secar como
aquellos ojos que la habían guiado en sus ochenta y siete años. Se secó como una
rosa. Dejó de pensar en qué guiso haría, en sus hijos, en sus vecinos, en
limpiar la plata o los cristales. Olvidó los botones para encender la lavadora,
sus crucigramas y sus rezos. Perdió su voz dicharachera y vital, sus piernas se
negaron a caminar. Su mente partió a un paraíso tan íntimo y personal que nadie
era capaz de traspasar sus fronteras. La mirada clara de Asunción, tan azul como
el cielo de su Cádiz natal se diluyó en sombras de bruma y algodón.
No fue rápida su transformación. Solo los que habitaban
junto a ella, ancianos en sus últimas consecuencias pero con la sensibilidad y
el dolor abiertos en canal, fueron conscientes que su compañera se diluía entre
medicamentos y soledad hasta que un día la encontraron dormida en el jardín, a
la sombra de un sauce llorón, con sus ojos abiertos mirando un rosal. Un rosal
marchito, tan seco como Asunción.
1 comentario:
Querida Ma. Ángeles.
Excelente, sencillamente excelente.
Además tu humor al describir su voz dicharachera es magnífico.
Un gran abrazo grande desde Miami.
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