El tren frenó
estrepitosamente. Los cuerpos de los viajeros avanzaron más allá de sus
asientos y los enseres rodaron por los coches sin amo ni rumbo. Algunos que
iban durmiendo, se despertaron y se pusieron a chillar en defensa propia, por
si acaso.
-Mi arma, cállese o
terminará asustando al tren- ésta es la voz de Paquito que también iba
durmiendo plácidamente cuando el frenazo
le arrancó de los escenarios. Soñaba que el teatrillo estaba lleno y la gente
en pie no paraba de aplaudir. Su espectáculo se llamaba Triana… Pero la
realidad es más cruda, irreversible, diría Paquito.
Se estira en el
asiento como puede ya que la mujer que sigue gritando es tan gorda como las
vacas del tío Damián y apenas le deja hueco; no hay problema, Paquito es la
mínima expresión de ser humano que te puedes echar a la cara. Según su padre, a
la madre que le parió se la acabaron las fuerzas después de nueves embarazos y
cuando se quedó preñada de Paquito no había más materia así que la criatura que
llegó al mundo era diminuta. Con el tiempo, Paquito aprendió a tener las
espaldas anchas y echarse en ellas todas las risotadas que provocaba su
persona. Sin embargo se le reconocieron rápidamente tres cualidades: era
fuerte, alegre y su voz como la de un ruiseñor. Desde chico corrió por sus
venas el flamenquito y cuando las monedas se acababan en su casa, no dudaba en
irse a la taberna, subirse a una silla y cantar. Cuando terminaba, se bajaba de
la silla, la colocaba en su sitio y. estrujando su gorrilla. Pedía una limosna.
Y tal vez por ese amor al cante que nadie se ocupó de investigar ni siquiera su
madre, se fijó que en la taberna, en el rincón derecho, junto a la ventana,
había un hombre con la mirada pérdida y, en sus manos, invariablemente una copa
de anís y una pluma.
Un día Paquito pasó
con su gorrilla junto a la mesa de aquel hombre y vio el papel que había encima
de la mesa lleno de dibujos incomprensibles para él y osó preguntar:
-¿Qué es eso?-como
el hombre no contestó, Paquito insistió- ¿Qué hace usted, señor?- entonces el
hombre bajó el rostro en dirección del niño y le sonrió. Paquito recuerda que
fue la primera sonrisa con cariño que le dedicó un ser humano; la guarda en su
corazón como el mejor tesoro.
-Escribo poesía,
chaval.
-Dígame una poca,
señor. Yo, después la cantaré- y el hombre le leyó y Paquito con aquel desconocido aprendió a soñar.
Desde aquel día,
Paquito todos los días se escapaba un ratejo e iba a buscar al poeta. Éste se
apiadó del chiquillo y comenzó a
enseñarle a escribir. Su alumno puso tal énfasis en las enseñanzas que en
apenas dos meses, Paquito comenzó a trazar sus primeros garabatos. Pero el
padre de Paquito, un hombre violento, descubrió lo que su hijo se traía entre
manos, y una tarde se acercó a la taberna propinando al poeta tal paliza que le
rompió uno de las manos y la mandíbula. El padre de Paquito pasó un par de
semanas en el calabozo y el poeta no volvió a escribir; le había destrozado la
mano derecha. El poeta comenzó a beber, beber tanto que un día Paquito lo
encontró tirado en el camino.
-Maestro, maestro
despierte. Venga, le llevaré debajo de aquel árbol y robaré una poca leche para
usted… Maestro despierte.
-Paquito déjame,
quiero morir.
-¿Y qué voy a hacer
solo? No puede morir aún, no ha terminado de enseñarme a escribir.
-Paquito…-el maestro
tosió sangre manchando a Paquito con puntitos rojos la camiseta andrajosa que
tenía. El maestro al darse cuenta, se echó a reír- Paquito mira esos puntitos
chiquitos que te he regalado- hizo una pausa para luego reanudar su voz con
enorme esfuerzo- Paquito camina, camina y coge un tren. Vete…
-Maestro me iré con
usted. Venga levante.
Pero el maestro de
Paquito no volvió a levantarse. Le enterraron en una fosa del cementerio junto
a la tapia donde cada día se colaba un hermoso rayo de sol, y allí iba cada
tarde Paquito con papel y un lápiz que robó al de la taberna a escribir
mientras su maestro descansaba eternamente.
Pasaron cinco años
antes de que Paquito se subiera a un tren como le pidió el poeta y, cuando lo
hizo, sintió que sus pulmones se llenaban de aire.
Tan sólo llevaba un hatillo con sus
escasísimas pertenencias que se resumían en los poemas de su maestro, papel,
lápiz y la camiseta ensangrentada de aquel día; no más.
Contaba diecisiete
años. Su madre acababa de morir, de lo cual Paquito se alegraba. No es que la
deseara ningún mal porque jamás reparó en su hijo pequeño, pero éste la
respetaba a pesar de todo y sentía que su madre era una eterna desgraciada, era
bueno que dejara de sufrir. Él la defendió de las palizas del padre y, cuando
ella voló al cielo, Paquito estaba seguro que estaba en el cielo en alguna de
las estrellas que tanto brillaban en las noches de verano… Y el chiquillo se
metió de polizón en un vagón de ganado que iba a Cádiz. Allí, precisamente, con
el traqueteo y el aroma a carbón escribió su primera coplilla “Entre paja y
vacas, mi alma desplegó las alas para convertirse en el tren de los sueños…”
Sí, porque desde aquel día en que murió su
maestro, soñó en viajar en tren, un sueño de ida y vuelta meciendo con sus
movimientos la magia de las letras que allí crearía, sobre un raíl, sobre el
humo de una locomotora.
La primera vez que
Paquito vio el mar lloró, una emoción honda corrió por sus adentros. Pasó
cuatro días en la playa contemplando a la inmensidad plata que se extendía ante
él. Por las noches se dormía con el rumor de las olas y se despertaba con el
canto de la gaviota. Cuando le rugieron las tripas, levantó el campamento y fue
en busca de algo que comer. Pero no lo buscó en cualquier sitio. A él lo que le
tiraban eran las tascas, las tabernas. Iba recorriendo calles, se asomaba como
un perrillo sin amo y proseguía camino. Hasta que encontró una que se llamaba
El Aguilucho; entró. Pidió una tosta de
pan con aceite y un vaso de agua. Se apoyó en la barra a contemplar el ambiente
y, después de un buen rato, llegó a la conclusión de que aquel lugar tenía
magia.
-Señor, ¿necesita
ayuda? Puedo fregar, barrer, cantar por un poco comida- Paquito no perdía nada
por preguntar aunque estaba seguro de la contestación y a continuación le
echarían a patadas. Pero se equivocó.
-¿Comes mucho?
-Menos que un
pajarillo, Señor.
-Vete al fondo,
ponte el delantal que está colgado y ponte a barrer la entrada.
Y así comenzó una de
las épocas más bonitas en la vida de Paquito. Trabajaba mucho y duro, pero era
feliz. Por las noches la tasca se llenaba de gente- A la semana de estar
barriendo y fregando, Paquito se atrevió a preguntar a Pascualón, el dueño, si
le dejaba cantar.
-Súbete a la silla
porque si no, nadie te verá- y Paquito se subió a la silla y comenzó a cantar
su flamenquito que salía del alma, de aquel ser diminuto que no llegaba en
estatura al uno cincuenta.
Una noche sirviendo
unos vasos de vino en una mesa, un hombre le preguntó entre carcajadas cuál era
su nombre artístico y él muy serio se quedó callado unos segundos y después
contestó “Puntito Chiquito, señor”
Su tiempo en el
Aguilucho duró tres años, treinta y seis meses de vida cómoda y en paz para
Paquito. Cada noche se subía a su escenario improvisado y cantaba las letras
surgidas de un rostro que pasó por allí, de una tortillita de camarones…, de
cualquier cosilla que le inspiraba para que el flamenco fluyera por su
garganta. Y siempre terminaba con la misma canción “Subido al tren de un
sueño”.
Pero Paquito sabía
que su vida eran retazos descosidos y que todo se terminaba para él, y una vez
más enterró a un ser querido. Pascualón murió una mañana sin más, sin hacer
ruido. Se le paró el corazón y Paquito hizo su hatillo volviéndose a montar en
un tren tres años después. De nuevo de polizón y, entre ovejas siguió
escribiendo sus letrillas hasta llegar a Sevilla. Esa ciudad le hipnotizó aunque le faltaba la mar. Vagó
varios días sin rumbo, regresando a dormir a las puertas de un convento. ¿Por
qué allí? Se preguntaba Paquito. No era el mendrugo de pan que se encontraba
cada mañana al despertar lo que le ataba a aquel lugar sino las campanas, las
voces angelicales que escuchaba antes del amanecer tras aquellas puertas. El
aroma a incienso que salía por debajo de la puerta… esas pequeñas cosas que a
Paquito le abrieron un mundo de sensaciones nuevas. El remate fue cuando una
mañana cruzó el río a ver que encontraba en esa parte de la ciudad y vio una
iglesia abierta y entró; su corazón se quedó prendido a la imagen que estaba
ante él. No sabía rezar, nunca lo había hecho y comenzó a musitar su
flamenquito a aquella mujer cubierta con un manto cuyo rostro emanaba bondad.
Al salir, frente a la iglesia había una tasca y preguntó tímidamente que si la
imagen que había en esa iglesia tenía nombre. El hombre que estaba secando un
vaso en ese momento, le miró con recelo primero y, después le vomitó a la cara:
-¿Pero tú de dónde
sales, Quillo? Es la Esperanza de Triana.
-¿Puedo ayudarle a
secar los vasos?- Y Paquito comenzó una nueva etapa de su vida cuyo futuro
nadie sabía. Él, acostumbrado a no tener esperanzas, aquel lugar le hizo sentir
como si hubiera llegado a algún puerto.
Anselmo, el dueño,
era tan buena gente como el difunto Pascualón, pensaba Paquito cuando se
sentaba invariablemente en el último banco de la capilla de los marineros a
contemplar a la mujer cuyo rostro le achicaba el corazón. Pensaba que le
hubiera gustado tener una madre y esconder en su regazo el rostro cuando sentía
miedo porque Paquillo comenzaba a sentirse muy solo a pesar de que toda la vida
había estado solo. Pero nunca había sentido la soledad como ahora. Sus letras
cambiaron, eran más tristes, más profundas. Algún amanecer que otro se acercaba
al convento, ahora dormía en el patio de la tasca entre cartones, a escuchar
las voces angelicales y él, Paquito, Puntito Chiquito, desde la calle cantaba
su flamenquito triste haciendo coro a las otras voces.
Una mañana se
preguntaba mirando a la Esperanza el porqué de su tristeza y de algún sitio
surgió una voz que le dijo “Es Triana”
Y es que Triana era
la hija de Anselmo, mujer que según entraba con el cesto de la compra en la
tasca de su padre a Paquito se le arrugaba el estómago. Claro, al pobre Paquito
no se le había podido imaginar que el amor había llamado a su corazón. No
reconocía un sentimiento tan universal como el amor. ¿Pero cómo una mujer de
semejante belleza cuyos ojos despedía fuego y pasión, iban a posarse en un
hombre como él?
Para dar rienda a su
quemazón cantó y cantó su flamenquito en la tasca de Anselmo. Toda Triana se
hizo eco de la voz desgarrada y honda del chaval y llenó los bolsillos al dueño
de la tasca; él apenas unas monedas, pero acostumbrado a no tener nada, con
sólo que le dejaran cantar ya tenía bastante.
Y llegó el día más
triste de la vida de Paquito después de la muerte de su maestro. Triana se
desposaba con un hombre que no era él.
Antes del amanecer,
recogió su hatillo, besó la estampita de su Virgen y se acercó a despedirse de
las voces angelicales. Fue un instante mágico, recuerda ahora Paquito. En un
momento en que cantaban cual gorrioncillos, él, Puntito Chiquito les hizo coro,
pero en un minuto determinado, los gorriones enmudecieron, escuchándose tan
sólo la voz aflamencada de Paquito resonando en el empedrado de la calle
estrecha y retumbando en los muros de las casas; fue sin duda un santiamén
bendito.
Cuando se hizo la
luz, Paquito se encaminó a la estación a ver en qué tren se iba; su vida se
había convertido en una estación donde subía y bajaba dejando sentimientos y en
busca de nuevas sensaciones…
… Y para la primera
vez que pagaba un billete como Dios manda, le había tocado al lado de una gorda
que no dejaba de gritar.
Paquito se levantó,
no soportaba más a esa mujer. El tren estaba parado en medio de la vía. Era una
mañana hermosa pensó, y aunque con la pena pegada a sus entrañas, le hacía
ilusión lo de ir a Madrid. Recordó al hombre que una noche se acercó a él
después de cantar y le extendió una tarjeta diciéndole:
-Si alguna vez te
decides ir a Madrid, ven a verme. No te faltará trabajo.
Paquito con la mano
izquierda metida en el bolsillo del pantalón manoseaba el trozo de papel del
desconocido. Sí, nada más bajarse en la Estación de Atocha iría a verle. Era la
primera vez que intuía algo de su futuro y, aunque estaba desgajado por dentro
y los ojos de Triana le perseguían, le hacía ilusión acercarse a la capital de
España. Allí también llegó un día Manolo Caracol y triunfó. ¿Por qué no le iba
a pasar eso a Puntito Chiquito? Alguna vez la fortuna se quedaría con Paquito y
así podría hablar largo y tendido de los misterios de la vida. Cantar hondo,
sin prisas ni miedos, para aliviar penas y lejanías, y convertir
definitivamente el flamenco es una forma de vivir.
La vía brillaba con
los primeros rayos de sol, era como la plata de su mar gaditano, pensó Paquito
mientras fumaba. Al volver la cabeza, la escena seguía siendo bellísima: unas
suaves colinas plagadas de olivos se despedían del sur en el que había
transcurrido hasta ahora su vida… Y como siempre hacía Paquito cuando la
emoción le subía a la boca, se puso a cantar su flamenquito hondo. Tan
concentrado estaba en los versos que surgían de la garganta que no oyó que el
tren arrancaba, ni el maquinista vio a un hombre diminuto a un lado de la vía; las
ruedas pasaron por encima de una voz que desgarraba en ese momento un
sentimiento.
La voz quedó
aplastada por el chucuchú del tren. Un cuerpo tendido sobre el acero plata, tan
plata como el mar gaditano.
Dentro, en el tren,
la mujer gorda, tanto como las vacas del tío Damián, había callado. Para estar
más cómoda tiró un bulto que estaba en el asiento de al lado; era la vida de
Paquito envuelta en un hatillo.
Ya no habría más
estaciones para Puntito Chiquito; ésta había sido la última.
Él, que ahora creía
intuir su futuro…
En algún coche del
tren alguien canta un fandanguillo, una bulería, un tango…, qué más da, pero la
letra dice así: “En el tren va mi futuro/ ya llega mi suerte, maestro/ ya llega
montá en un tren/ vestidita de plata y ojitos negros como mi Triana”
-Es la voz de un
ruiseñor. ¿Quién canta, sabe usted?-pregunta la señora gorda a otra que está
más seca que la mojama.
-Tal vez un ángel,
señora, que dejó sus alas rotas en la vía de un tren.
2 comentarios:
Bello relato, muy querida amiga, que nos transciende al tren de la imaginación.
Gran abrazo.
Muy querida amiga.
Con este aparte "La primera vez que Paquito vio el mar lloró" me acordaste de la pelicula de Mr. Bean en la qye este conoció el mar.
Gran abrazo!!
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