-Ana, por Dios, date prisa. Va a salir el
autocar y nos van a dejar en el hotel. Todos ya están montados.
Quería darme prisa, pero aquella mañana no
sé qué me pasaba. Me había despertado justo al amanecer. Bajé a desayunar y por
los cristales del comedor vi cómo la nieve caía sobre el río. Entonces, sin
terminar de desayunar, me acoplé el sombrero hasta las cejas y salí a la calle.
Crucé sin mirar, parecía que el Neva me estuviera llamando a gritos. Me apoyé
sobre la piedra del malecón de las Esfinges y mis ojos se quedaron clavados
sobre el río helado; no sé lo qué me pasó. Cuando desperté de aquel estado, miré
el reloj, eran más de las ocho y media, y la excursión salía a las nueve. Corrí
hacia el hotel…
Nada más entrar en el Hermitage, volví a
intuir aquella sensación extraña. No dije nada a Ramiro y me despegué del
grupo. Subí sin pensar la gran escalinata del Jordán y me perdí por las logias
de Rafael…
Aquel museo no era uno más por muchas
obras de arte que colgaran de sus muros, jalonaran bronces por los largos
pasillos y Roma o Egipto fueran los reyes. Ni siquiera los zares que habían
pisado aquellos suelos de madera haciendo hermosos dibujos, se hacían idea de
los duendes que bailaban un vals en el salón de San Jorge, o los besos furtivos
al lado del ventanal que daba al Neva…
Me quedé absorta mirando a aquel espejo
que reproducía cientos de veces la lámpara de cristal de Swarovski hasta que
mis ojos se chocaron con su imagen. Me volví sobresaltada justo en el momento
que un aire frío venía a por mí. Y allí estaba ella, sentada en una silla a la
entrada de la sala del pabellón. Se miraba las manos como deseando encontrar en
ellas alguna respuesta. Su cabello era muy negro cayendo en bucles hasta los
hombros. Su frente estaba oculta bajo un espeso flequillo recto. El vestido de
seda malva caía casi tan lánguido como ella. Llegaba justo hasta la altura de
sus tobillos. A partir de ahí se asomaban unos lustrosos botines de charol
negro.
Debió de sentir mi mirada intrusa pues
levantó el rostro hacia mí. Sus ojos eran de un azul tan gélido que las dos
lágrimas que se escaparon corriendo por sus mejillas se quedaron heladas a
medio camino.
Jamás había visto una piel tan blanca,
casi nácar ni una boca tan jugosamente puesta para ser besada sobre unos labios
carnosos del color de una frambuesa madura.
Según la observaba con inconsciente
osadía, presentía que su imagen no me era desconocida y como si estuviera
vislumbrando en ese preciso momento que era a ella a la que había estado
buscando por todas las salas del palacio de invierno.
Pasados los primeros momentos, ella cambió
el gesto ausente por uno más humano y su cuerpo se removió en la silla de forma
que percibiera que era de carne y hueso.
Sin darme cuenta de que mis actos eran
libres de mí, sentí que me iba acercando a ella hasta estar a apenas un palmo
de donde estaba sentada; después, me arrodillé para estar a su altura o,
incluso, yo un poco más baja que ella. Y fue cuando me habló:
-¿Por qué has tardado tanto?- cayó unos
segundos para reanudar sus preguntas- ¿Encontraste a Mikhail?- Turbada, negué
con la cabeza; no sabía de qué me hablaba.
-Has de ir a la sala donde está Goya y
busca a Antonia de Zárate. Mikhail está con ella. Dile que Nina Cotov le
está esperando en la sala del pabellón.
Como si mis pies tuvieran alas y supiera
lo que estaba haciendo, corrí por el palacio de invierno. Hasta sentí mi voz que
hablaba en perfecto ruso preguntando dónde podía encontrar a Goya. Seguí
volando, pasé como un disparo entre Rubens y Ribera hasta que me paré en seco…
Un cuadro de enormes longitudes presidía la sala; era el Cristo crucificado de
Murillo. Miré hacia la izquierda y supe que era él, Mikhail. Conversaba con una
bella dama de porte muy español y ademanes descarados.
Me acerqué muy despacio, intentando no
despistar la curiosidad que había en ellos, el uno por el otro, hasta que
estuve tan cerca de la espalda de Mikhail que fue mi respiración la que le hizo
girarse hacia mí. Sus ojos me recordaron al resplandor del otoño, al castaño y
al fruto del ciruelo. Su sonrisa era la dulzura de la primavera.
-Vos, ¿quién sois?
-Vengo en nombre de Nina Cotov. Ella le
está esperando en la sala del pabellón.
-Sería tan amable de indicarme qué fecha
es hoy…
-¿Hoy? Son las diez de la mañana del uno
de noviembre de año dos mil diez.
-¿Dos mil diez, ha dicho? Imposible,
se ha confundido. Hoy es el baile de las ánimas, ahora recuerdo. Treinta y uno
de octubre de mil setecientos ochenta y tres- según pronunció el último número,
su voz enmudeció y a su rostro llegó una azulada tristeza.
-Ella le espera, venga conmigo, por favor,
aún hay tiempo- yo no sabía de qué estaba hablando, pero él lo comprendió al
momento porque giró su cuerpo hacia la hermosísima dama y le oí decir
“Discúlpeme, señorita Zárate. Presiento que su belleza y espontaneidad han
retrasado en demasía mi tiempo y hay alguien que me espera desde hace siglos.
Un placer haberla conocido ¡Buenas noches!”… Sentí como su mano firme atrapaba
mi brazo izquierdo y ambos volvíamos a volar por las salas del Hermitage hasta
encontrar a Nina que estaba en la misma silla en la que la dejé. Al intuir
nuestra presencia, levantó su rostro y vi la luz del río Neva en sus ojos… Se
besaron; es lo último que vi…
-Ana, ¿dónde, demonios, te habías metido?
Miré a Ramiro aún con la sonrisa pintada
en mi gesto y la luz del Neva envolviendo mi espíritu.
-Perdida en el tiempo, pero ya he vuelto.
¿Qué habéis visto mientras yo no estaba, Ramiro?
2 comentarios:
Estaba atrapado en tu relato, pero ya he vuelto. ¿Dónde está la puerta de salida?
Muy querida Ma. Angeles
El cambiar el gesto ausente por uno más humano es algo deseable para una buena cantidad de seres humanos que son super rígidos.
Un abrazo inmensoooo
Publicar un comentario