Sara Con cinco meses
gateaba y a los nueve andaba. Tenía maestría al coger su biberón y ella misma
se acunaba para soñar con los angelitos. Con dos años bordeaba la piscina sin
jamás caerse y, con cuatro, se ponía sola los manguitos. Se defendía de los
niños mayores como gato panza arriba. Si tenía hambre, no dudaba en coger a
otro su bocadillo. Fue una niña lista. No era guapa. Además, la vestían con
poca gracia mientras que las otras niñas iban siempre limpias, aseadas y con
vestidos muy bonitos; ella, nunca.
Al recordar aquellos
años, tengo la sensación de que nunca fue un bebé y ni una niña, no la vi jamás
con una muñeca. A los nueve, su cuerpo comenzó a cambiar, mientras que el de
sus amigos seguían siendo tiernos cuerpos de infante. A los diez, despuntaron
sus senos y ese mismo año fue mujer. Era muy mala estudiante aunque los
profesores insistían que tenía una inteligencia prodigiosa y sólo necesitaba
que se la prestara más atención, pero ni su padre lo hizo y su madre en ese
momento estaba enfrascada en tener más hijos, y mantener caliente la cama para
que el marido no se escapara.
Con doce años, Sara
floreció. Era hermosa, coqueta y descubrió que los hombres la miraban. Sus
piernas se modelaron en dos bellas esculturas, los senos eran dos montañas con
cimas tentadoras. Su pelo caoba con briznas de trigo hacía soñar. Nada en ella
era casual aunque sí instintivo y, según se metía en la jungla adulta,
desarrolló sus instintos como salvoconducto para su éxito personal. Cada verano
que pasaba, me gustaba mirarla en la distancia, observar sus progresos al borde
del agua, como siempre la vi. Era cómo un pájaro sobre un estanque de agua
dulce que elevaba su trino mientras la envidia de sus amigas crecía. Ellas no
tenían senos, no eran mujeres, sus cuerpos estaban desgarbados por la pubertad
que no llegaba y, sin embargo, Sara ya
fumaba. Hacía bucles con el humo y su boca era manantial para la imaginación de
cualquier chaval que pasara por su lado. No he hablado de sus ojos, dos
almendras dulces, miraban con mirar evaporado, agitando las pestañas como si
fueran abanicos. No me equivoco si digo que bastantes muchachos, de catorce,
dieciséis años, aprendieron el sexo con ella mientras lucía cuerpo al borde de
la piscina, mientras sus pies se remojaban en el agua dulce.
Después, eso no la
bastó. Eran niñatos que no sabían explorar sus caderas y su pubis pedía más y
más… Así conoció a Carlos, un socorrista de veintitrés años, que venía cada
verano de doce a ocho. Ese verano pasó Sara por su lado mientras él pescaba manchas
bajo el fondo de la piscina. Se quedó prendado de Sara y ella sintió la
urgencia bajo la bragueta de aquel socorrista. Por fin tenía el triunfo en sus
manos pues él era guapo, alto, atlético y el sueño de cualquier adolescente que
pasaba los veranos allí. Pero fue Sara quien se llevó el trofeo. Pasaba las
horas muertas alrededor del agua siguiendo los pasos de Carlos y, cuando la
pasión venía de improviso, el botiquín era su refugio. Una tarde en que yo
estaba tomando el sol, Guillermo, un crío de once años, le vi pasar todo
colorado y nervioso. Lo paré preguntándole si le pasaba algo y me contestó
“¿Por qué los mayores se pegan?” Y según terminó de hacerme la pregunta se echó
a correr. Esa misma tarde vi a Sara, como siempre, sentada al borde de la piscina
con la mirada perdida y una sombra en el lado izquierdo de su rostro. Bien
pensé que habría armado alguna en casa y a su padre, que últimamente bebía más
de la cuenta, se le fue la mano; según pasé por su lado, con mi mano acaricié
su pelo. Era de seda y Sara se estremeció.
Pasaron unos días y no
vi a Sara por la piscina; pensé que estaría fuera. Luego me enteré que estaba
interna en un colegio para ver si lograban que sacara el curso. Dio la
casualidad que una tarde en que bajaba a
la ciudad, vi haciendo autostop a Carlos y lo recogí. Nos pusimos a hablar de
cosas triviales hasta que le pregunté si tenía novia y me contestó que todas
las tías eran unas putas y se merecían una paliza; enmudecí. Pero cual fue mi
sorpresa que al parar el coche para que se apeara donde Carlos me había
indicado, estaba esperando Sara. Poco me pude fijar en ella pues enseguida se
abrió el semáforo y tuve que arrancar, pero lo poco que vi de ella me preocupó:
andaba cojeando, apenas peinada y con un buen rasguño en uno de sus brazos.
Terminó el verano y
perdí de vista a Carlos y a Sara. Al año siguiente, allí estaba Carlos, más
alto, más guapo y mirando como lobo a cualquier chiquilla que se le acercaba;
ni rastro de Sara. A la segunda semana de haber llegado, la vi pasar. Estaba más
mujer, con el rostro sereno…, bellísima. Las distancias son lo que son, muchas
veces engañan porque cuando ya estuvo a mi lado no era Sara. Sus ojos eran la
tristeza con su guadaña. La dije que se sentara a mi lado y lo hizo, pero no
nos dio tiempo a más. Carlos la llamó y se fue; al ratito la vi desaparecer de
la piscina.
Las noches de verano
son mágicas, efervescentes. Salí a pasear porque me gustaba ver el sol hundirse
sobre los campos, oler la tierra recién segada pensar en que me gustaría estar
acompañado… Y es cuando oí detrás de unas pacas de paja unos gemidos. Me quedé
parado. Se hizo el silencio y a continuación una voz de hombre que decía “Dime
que me quieres” Y otra voz contestaba “Sí, lo sabes de sobra” “No te he oído,
dilo más alto”… Y escuché como una mano azotaba un cuerpo y una voz femenina
decía “Para, para, te quiero, pero no me pegues más”. No pude aguantar más y me
acerqué. La escena era escalofriante. Allí estaba tirada en el suelo Sara con
las bragas por la rodilla y sangrando por la nariz. Cogí a Carlos por el pelo
hasta que le pude levantar y le asesté un puñetazo con todas mis fuerzas. Calló
para atrás y se quedó inmóvil. Levanté del suelo a Sara como pude, la vestí y
me la llevé de allí. En mi casa la desvestí, la lavé amorosamente y se tomó un
vaso de leche templada. La chiquilla ni me miraba. Sabía que estaba
avergonzada. Yo no hablaba, sólo acariciaba su pelo mojado. Cuando estuvo más
tranquila, la acompañé a su casa y directamente después fui al presidente de la
comunidad para que hiciera las diligencias oportunas para despedir a Carlos. A
la mañana siguiente, fui a hablar con el padre de Sara; estaba borracho. Le
conté a la madre lo que había pasado y me contestó escuetamente “Desde pequeña
estuvo buscando jaleo”… Entonces Sara contaba con dieciséis años; yo tenía
veintinueve. A partir de aquel día traté de tomarme como causa propia enderezar
a Sara, ¿cómo? Hablando con ella, enseñándola que hay amores que matan, pero
que son los menos. Le fui abriendo caminos para que viera que en la vida hay
más cosas que el propio placer del cuerpo, que el placer del alma es muy
gratificante…, que hay muchos amores que dilatan la vida sin dañarla.
Así seguí dos años,
viendo crecer a Sara en la distancia, flirtear con otros chicos y cuando cumplió
los dieciocho, subí a su casa una mañana de verano y la pedí que se casara
conmigo. Estaba embarazada, no se sabía
de quién; no me importó. Sus padres aceptaron rápidamente, no así ella. Hasta
que entró en razones y una mañana de domingo, a las diez de la mañana me casé
con Sara. Sí, ahora me doy cuenta que la quise siempre, desde que la vi extasiada mirando el agua dulce de la piscina
con apenas cinco meses de vida.
Son trece años de
diferencia los que separan a Sara de mí. Jamás los hemos notado rondar en
nuestras vidas. Yo sigo loco por ella. Ella me quiere, no como yo quisiera pues
a Sara no la enseñaron a amar, sin embargo es gratificante cuidar de ella,
sentir su cuerpo a mi lado cada noche, protegerla de sus fantasmas, tenerla a
salvo de sí misma. No ha aprendido a ser madre, yo lo hago por los dos, sin
embargo cada día va a ayudar a mujeres que como ella sufrieron los rigores del
maltrato, de la soledad, de la incomunicación, de la comprensión social.
1 comentario:
Tratas los temas más duros con una sensibilidad especial... Lástima que no haya muchos "hados padrinos" Tienes la capacidad de enganchar al lector desde el principio al final.
Un abrazo afectuoso
Publicar un comentario