Hay días en que presientes que el horizonte de
infinito también es ancho y que podrás aguantar lo que te echen.
Hay días en que nada más despertar al nuevo
amanecer, presientes la flojera en el alma, en ese ánimo que horas antes se retorcía
de risa y sin embargo, horas después, ves el camino chiquito y empedrado,
empinado y puesto del revés, la nube venir y el agua ahogar. Días en que una
mirada puede ser una ametralladora.
Hay días y días, hasta días mentirosos que crees
que son algo y según los vives te dan ganas de besarles o darles un puntapié.
Yo amanecí sociable, respetuosamente tranquila con
el mundo. Nada hacía presagiar que debajo de la niebla hubiera una capa de ira
que enturbiara mi carácter bien nacido. No se puede uno fiar ni de la hora que
te vio nacer.
Todo iba sobre ruedas. Café, ducha, ultimas
compras, regadas las plantas, calefacción apagada, alarma puesta, echo la llave y me encamino a la
estación bajo una niebla meona que reconfortaba al intimismo de los últimos
pensamientos.
Llego a la estación, un grado bajo cero. Una cola
interminable para pasar el check in y este está cerrado aunque el tren ya está
allí. Empiezo a pensar que hacer pasar frio innecesariamente es absurdo si el
tren está. Los chicos de Renfe están dentro en amena tertulia y los
tontos de los pasajeros en el andén… esperando. A los veinte minutos abren y
cuando llega mi turno pretenden que pase por el escáner una planta, una
empanada, unos buñuelos, unos huevos de corral; mis adentros o mis hormonas
comienzan a alterarse, pero no pierdo la sonrisa ni mi postureo de niña bien de
Valladolid con estudios… Pero me niego en rotundo a que mis huevos, mi
empanada, mi planta y mis buñuelos pasen por el túnel del tiempo a ver si
dentro de ellos hay una navaja o una bomba fétida. Lo consigo y sin perder la
sonrisa, aunque la noto que algo ladeada está.
Llego a una ventanilla con el billete en la boca;
las manos las tengo ocupadas con mi sobredosis de chismes, y la señorita de
turno mira mi billete y me pide el carnet. Despliego mi sonrisa y le digo que
llevo las manos saturadas y detrás de mí
hay mucha gente esperando y un grado bajo cero. La señorita de turno empecinada
en hacer su trabajo bien pero a desmano insiste y yo, con una parsimonia
magistral deposito la planta, mis huevos de corral, mis buñuelos, mi empanada,
la maleta y mi bolsito de Vuitton en el suelo…, sin prisa, para no estresarme y
menos que se me rompan mis huevos. La gente se impacienta, normal. Me vuelvo y
les hago un gesto de comprensión, vamos que les entiendo, pero…
Vuelvo a cargar con mis chismes y llego al tren
¡Abarrotao! No cabe un alfiler, y yo con mis huevos, mis buñuelos… Me siento
¡Qué placer! Vuelve a fluir la sonrisa, mi buen rollito por un mundo testarudo
y ¡Qué olor a pies!, casi me ahogo. Busco en mi bolsito un kleenex con aroma a
menta y me tapo mis naricillas, ¡qué alivio!
Pero de repente me doy cuenta que voy en un
habitáculo de cuatro: dos jovencitas de Córdoba muertas de risa por unas fotos…
La verdad que son dos crías deliciosas, da gusto mirarlas y escuchar su gracejo
andalú.
El mundo del tren parece tranquilo, metidos sus
ojos, sus mentes, en los móviles hasta que suena una bachata; un hombre
contesta al sonido de la bachata. Es un comercial de ollas a presión. Me entero
de todo lo que ha vendido en Castilla León, pero antes de terminar, esta vez
suena el himno nacional. Lo descuelga una señora que en ese momento se estaba
comiendo un bocata jamón con una pinta magnífica; debe ser su hija que la llama
para saber si está ya sentada en su asiento y darla las últimas
recomendaciones. La mujer se cabrea porque la hija, Mari Pili, debe insistir en
que mire si es su asiento y la madre la reprocha que no se fie de su madre.
Total, la hija tenía razón, llega el dueño auténtico del asiento y quiere su
asiento y no otro. A la mujer se la cae el bocadillo, pan por un lado, jamón
por otro. Lo recoge y se lo mete en el bolso… Suspiro, de nuevo silencio hasta
que casi a la altura de mi oreja derecha una mujer hablando a toda velocidad y
altura en catalán; solo entiendo “Cuyons”, muchos cuyons”. En el cachito que
me correspondía de mesa llevaba depositados con esmero mis huevos, mi empanada
y mis buñuelos. La mujer de los cuyons se cabrea con quien está hablando, da un
golpecito en su trocito de mesa, de rabia digo yo, y mis buñuelos del susto
acaban encima de las dos jovencitas cordobesas. Miro mis huevos, impertérritos
¡Qué burra la tía! Lo malo es que colgó el teléfono y llamó a alguien, esta vez
hablaba francés ¡Ozú, qué voces! Ahí me enteré que un programador, hijo de
Satanás, la había hecho una pirula que la había costado de su bolsillo 30
euros… Yo, por treinta euros no pierdo los nervios, puedo aguantar hasta los
cuarenta y cinco sin despeinarme. En fin, la doña cuelga, llama a otro y
después a otra, un calvario porque, además,
el teléfono de la bachata no deja de sonar y mi cabeza es ya una olla exprés
de alta gama, y no me puedo concentrar ni en los santos de mi revista. Así que
dejo de lado la revista y concentro la mirada en el paisaje humano al que mi
vista alcanza.
¡Qué delicia dos pijas a estribor! ensayando el
postureo para cuando lleguen a la capi. Eso me mola y me concentro en ellas.
Para que no resultara muy descarado mirarlas fijamente me pongo las gafas de
sol y el sombrero, ¡qué agobio!, pero todo por olvidar el olor a pies, la
bachata con sus ollas y la catalana cabreada por un programador que la ha hecho
gastar treinta euros.
Me concentro en las súper guays. Son madre e hija.
Son iguales, pero idénticas, hasta que noto algo raro, raro, ¡claro, cómo no he
caído antes!, las ha operado el mismo cirujano plástico. El mismo molde, la
misma forma de gesticular, bueno si es que aquello se puede decir gesticular
porque son dos momias cuyas bocas se mueven como los muñecos de Mari Carmen,
¡qué lástima!, y si me apuro está peor la madre que la hija porque una madre
con la misma melena que la hija queda visualmente muy, pero muy anacrónico.
Bien, una vez analizado el físico paso a ver qué oigo pues hablan muy alto,
pero las ondas expansivas de la bachata con sus ollas y la catalana estafada
por treinta euros me lo ponen bastante difícil, pero alcanzo a escuchar que una
de ellas ha dado propina a la tata por espiar a uno de sus hijos. La madre
pregunta qué cuanta propina la ha dado a la tata y la hija contesta que diez
euros. Va la madre y la recrimina que la ha dado una barbaridad. Me sale de
dentro y me santiguo, ¡cuánta rata hay por el mundo, qué lacerante la humanidad
de algunos!, pero lo más tomate, lo que me llevó a santiguarme dos veces
seguidas que, por cierto, al ver mi gesto las jovencitas cordobesas se echaron
a reír… el tren se había convertido en una calle de doble dirección, unos nos observábamos
a otros.
A lo que iba, lo más fuerte de aquellas dos
chipiguays cuya costra artificial se había cargado a la madre naturaleza con tanta cirugía y silicona, fue
cuando la hija vocifera “Pero qué me dices, mama”, ¡Mama sin acento! Me hundió
del todo. El postureo de estas dos señoras se había venido abajo. La mujer del
Cesar no solo tiene que serlo, sino parecerlo también. ¿De qué me sirve una
supuesta belleza física si es incapaz de decir mamá con acento en la segunda a? Entonces amé a la catalana
estafada porque rezumaba ser una tía currante, hecha a sí misma, defendiendo su
esfuerzo con uñas y dientes. Hasta me dieron ganas de bailar la bachata del
hombre olla, otro currante.
Sin embargo aquel descalabro emocional que sentí
fue pagado con creces cuando el viaje finiquitó y las jovencitas cordobesas me
regalaron una amplia sonrisa y me dijeron adiós y como postre, una jovencita
japonesa me ayudó a bajar del tren a mis huevos, mi empanada, mis buñuelos, mi
maleta, hasta mi Vuitton.
Todo mi malhumor se quedó dentro de aquel tren.
2 comentarios:
Qué corto se me ha hecho el viaje con lo bien y lo gracioso que lo has contado.
Una historia plena de buen humor y regiamente narrada.
Un abrazo.
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