Fue una historia de amor, aún la recuerdo. Fue la primera vez, la
única. Yo era muy joven y salía de la iglesia con mi madre. Veníamos de hacer
la novena a San Antonio... Era junio de mil novecientos treinta y seis, y los
colores del día eran tan tiernos como mis pensamientos; nada hacía presagiar a
mi alrededor los tiempos turbios que se avecinaban. Mi madre resbaló y, aunque
la quise sujetar, su peso me venció a mí también. No me preocupaba mi rodilla
que sangraba con profusión, pero sí el gesto dolorido de mi madre. Alguien por
detrás de nuestros cuerpos nos preguntó que si estábamos bien. Levanté mi
rostro asustado y le vi.
Sus ojos
azules camuflados tras unas gafas de concha me miraban con interrogación, y yo
me perdí en aquel océano sin contestar a su pregunta.
Al ver mi
nula reacción, se agachó decidido, primero a inspeccionar a mi madre que con
sumo cuidado incorporó llevándola a un banco próximo. Después, volvió a por mí
que seguía anclada en el mismo lugar mirando embelesada a aquel hombre joven de
pelo engominado, maneras amables y pinta de intelectual.
Claro que
había visto muchos hombres. Mi padre tenía una pequeña cantina heredada de mi
abuelo. Éste fue un rico terrateniente venido a menos que procuró dejar a cada
hijo un mínimo para que subsistieran. A padre le tocó la cantina de la estación
y madre y yo ayudábamos, una en la cocina y yo en la barra. Mis hermanos
trabajaban la tierra de otros. Así que hombres había visto muchos, pero no como
aquel..., nunca.
Sacó un
pañuelo inmaculado del bolsillo para limpiarme la herida. La suavidad de sus
dedos me hizo temblar. Él, ante mi reacción, paró para mirarme, y sé que en
aquel instante nuestras vidas se fundieron para siempre.
Remigio,
como así se llamaba, era un maestro de escuela de un pueblo a setenta kilómetros
del mío, y estaba en el mío para ver a Pascualón, mi maestro. Tenía entonces
veintiséis años (nueve más que yo) y amaba la poesía. El día que le conocí iba
camino de la estación. Había quedado en Madrid con un editor interesado en sus
cuadernillos de poesía. Pascualón le había animado, decía que tenía madrera de
poeta.
Nos
acompañó hasta la cantina y le vi montarse en el expreso de las nueve y cuarto
de la noche... Los raíles del tren reflejaron el ocaso de aquella tarde de
junio, y el humo de la locomotora se llevó mi corazón prendido tras él.
Recibí a
los pocos días una carta en la cantina, era de Remigio contándome la buena
nueva de su próxima publicación; le escribí, me volvió a contestar y así hasta
el dieciséis de julio en que se presentó una mañana en el tren de las diez.
Le vi
entrar espigado, gallardo..., y padre me dio el día libre.
¿Qué decir
de aquellos tres días? Fueron un sueño, a veces dudo que existieran si no fuera
por...
Creo que
nuestros corazones presintieron lo que se avecinaba. Remigio había oído, había
visto en Madrid cosas que no le habían gustado. Yo no entendía de qué me
hablaba, entonces era demasiado inocente, infantil y fantasiosa.
Me
entregué a Remigio en cuerpo y alma en aquellos días de antesala a la guerra
civil; el dieciocho de julio de mil novecientos treinta y seis fue la última
vez que le vi.
Tres años
después le mataron por rojo, decían que su poesía atacaba al nuevo régimen y
ofensiva para los nuevos valores. Pasó cerca de dos años en la cárcel hasta su
fusilamiento. Remigio era un hombre de paz, amante de los libros y que nunca
hizo daño a nadie. Lo sé.
Pude
escribirle un par de cartas contándole que tenía una hija que había nacido bajo
una luna hermosa de abril y que se llamaba Amapola como el título de una de sus
poesías, pero tengo la duda que le entregaran aquellos mensajes.
Al
terminar la guerra, no me quedaba nada: ni padres, muertos en un bombardeo, ni
cantina, y mis hermanos no me hablaban por ser la puta de un rojo.
Entregué
en adopción a mi Amapola y yo me fui a un convento de Carmelitas.
En mil
novecientos setenta y ocho me enteré por un periódico- sé que Dios estaba
detrás de esa noticia- que una profesora de Salamanca había ganado un
importante premio de poesía. Corría el mes de abril y yo miraba como cada noche
a la luna, se había convertido en una costumbre, tal vez porque buscaba una
respuesta en ella que nunca llegaba. Después, me puse a pelar unas patatas y
guardando las mondas en las hojas de un periódico cuando leí la noticia y vi la
foto de la mujer.
Entonces
comprendí que tanto la vida de Remigio como la mía había tenido un sentido, no
habían muerto después de aquellos días de julio del treinta y seis; la
respuesta había tardado, pero había llegado.
Amapola,
nuestra hija, con otros apellidos, pero con las mismas facciones que su padre y
el mismo amor a la poesía que él, era la respuesta de aquella luna de abril.
Mi
historia de amor, que pensé arrancada de cuajo, había cerrado su círculo
felizmente.
2 comentarios:
Te felicito por ser feliz en el amor. Las lunas deben ser siempre de miel.
Besos de Reina casi de vacaciones
Tan triste como bonita.
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