¡Hola!, Me llamo Jerónimo Álvarez; tengo cincuenta y
ocho años, y soy de los agraciados que a esta edad, aún conserva su empleo,
porque tengo amigos que con los cincuenta, les mandaron a casa.
Donde trabajo es un pequeño negocio familiar de
saneamientos en la calle Santuario de Valladolid. Allí he estado, se puede
decir, toda la vida.
Nací en
Argentina, pero me educaron en España; en una de sus giras, mis papás, que eran
actores de poca monta, vinieron acá y se enamoraron de este hermoso país.
Mi mamá, decía que durante aquellos años, todo el
mundo emigraba a México y a Argentina; ellos lo hicieron al revés, y nunca se
arrepintieron de ello. Contaban que la madre patria se portó bien con ellos.
Eso sí, nunca más volvieron a ser actores y sí guardeses de una finca en el
Camino Viejo de Simancas. Todos los hermanos crecimos al aire libre y yo, el
más pequeño de los cinco, mal criado y consentido, a los catorce años mi papá
se hartó y me puso a trabajar.
Los años pasaron y mis hermanos hicieron su vida,
dispersándose por la geografía española; yo me quedé en Valladolid. Era feliz
con mi trabajo y mi vida un tanto abúlica a las faldas de mi vieja, ya viuda.
Amigos tenía pocos, pero sí que salía los domingos a pasear por La Acera Recoletos; nos tomábamos
un chato de vino en el bar Central con unas gambas al ajillo, y tan contentos
que regresábamos a casa.
Nunca tuve oportunidad sólida de conocer a ninguna
muchacha pero, pasados los cuarenta años, a mi mamá se le puso enferma una
conocida que vivía en Palencia; la pobre padecía de Alzheimer y los domingos
que yo no trabajaba, cogíamos temprano el tren y nos íbamos a verla. Aquella
circunstancia cambió mi vida.
Sería el tercer o cuarto domingo que íbamos a La
Estación del Norte, cuando me fijé en una muchacha recostada en una columna del
segundo andén; a partir de aquel día, deseé que llegaran los domingos. Metía
prisa a mi mamá para salir antes de casa pero ¡Qué casualidad! Llegáramos a la
hora que llegáramos, ella ya estaba allí… siempre en la misma posición. Parecía
esperar la llegada de algún tren para subirse, o que alguien bajara y marcharse
con él.
¿Por qué digo con él y no con ella? Un
presentimiento, sin más; mi mamá se dio cuenta de mi frenesí y aunque nada
decía, sonreía complaciente por los devaneos de su hijo, ya maduro, por una desconocida.
Un día, osé mirarla muy de frente; sin rubor ni
vergüenza. Deseaba adivinar sus secretos; estudiar y grabar en mi mente sus
rasgos. Ella me miró sin verme ¡Pobre infeliz! Pensé que sí me había visto,
pero era enajenación de una querencia, nada más.
Era linda de veras aunque sus ojos, color
chocolate, se presentaban muy tristes.
Su boca estaba enmarcada con unos hermosos labios gruesos; su nariz era
prominente, firme, y lejos de afearle, daba carácter a sus rasgos. Sus cabellos
eran color trigo y sus piernas delgadas ¿Qué edad tendría? No más de veinte
años; sí, la mitad que la mía ¿Y qué? Eso no impide nada, sólo las trabas que
cada uno ponga en su interior. Recuerdo que nos montamos en el tren y mientras
las ruedas seguían por los raíles, yo la estuve mirando hasta que desapareció;
suspiré con aire resignado y, me puse a mirar por la ventanilla los campos de
mi Castilla querida mientras cantaba entre dientes, el tango que más le gustaba
a mi papá.
Contaba los días, las horas y minutos para que volviera
a ser domingo; me estaba obsesionando, era consciente de ello y, precisamente
por eso, pedí a mi mamá no ir el siguiente domingo, cerca ya de noviembre y
festividad de Todos los Santos.
Recuerdo aquel día como una auténtica pesadilla; fue
un domingo otoñal, de viento y lluvia. Me revolvía por las cuatro paredes de mi
casa como gato enjaulado; nada me entretenía y un desasosiego interno iba
creciendo. A las siete de la tarde decidí, a pesar de la intensa lluvia, salir
a tomar el aire y, sin darme cuenta, mis pasos me condujeron a la estación. Una
vez allí, me senté en uno de los bancos de madera de la sala de espera; encendí
un cigarrillo y me puse a mirar un inmenso reloj colgado de una de las paredes.
Daba caladas profundas y mi propio humo me iba envolviendo en una especie de
nube; las agujas del reloj me hipnotizaban. De pronto, noté que alguien tocaba
mi brazo izquierdo y volví la cabeza.
- ¿Tiene
hora caballero?
- Son
las ocho y cinco señora- contesté señalando el reloj gigante de la pared-
- Pronto
llegará ¿Sabe usted? Se marchó en el tren de las ocho y media de la
mañana; yo le acompañé y no entiendo por qué no fui con él, así que aquí
me tiene, esperando su llegada… Y usted
¿se marcha o espera?
- Descanso
y me guarezco de la lluvia, señora.
Mientras
pronunciaba esas palabras, me fijé bien en la mujer. Era una anciana muy linda,
de pelo cano, recogido con un elegante moño en la nuca; se le notaban los
buenos modales y una esmerada educación
por su porte y gestos distinguidos. No sé por qué, me dio por compararla con la
muchacha del andén.
- ¿Qué
años tiene?- me preguntó, sacándome de mis elucubraciones.
- ¿Yo?
Cuarenta, señora.
- Igualito
que mi Amancio, el veintitrés de diciembre hará cuarenta y uno.
- ¡Qué
coincidencia! Ese día es también mi cumpleaños ¿Es su hijo?
- ¡No,
por Dios! Es mi novio aunque me doble la edad- me contestó ruborizándose-
¿Había oído bien? Pero si aquella anciana podría ser
mayor que mi mamá. Aplasté el cigarrillo con la punta del zapato y me dispuse a
preguntarle, pero cuál no sería mi asombro que al girarme hacia ella, se había
marchado. Me incorporé rápidamente y salí en su busca, pero en los andenes no
había nadie; volví a mirar el reloj de la pared y señalaba las ocho menos
veinte. Mi reloj de muñeca, marcaba la misma hora ¿Cómo pude decir a la mujer
las ocho y cinco?
Volví a casa apesadumbrado; en lugar de haberme
despejado, mi mente estaba abotargada, y aquella noche apenas pude conciliar el
sueño. No tenía un pensamiento concreto, no había un hecho preciso que me
inquietara, pero lo cierto es que me encontraba mal.
A la mañana siguiente, amanecí con fiebre y no pude
ir a trabajar. Creía estar consciente pero mis párpados se cerraban
constantemente. Cuando eso sucedía, era terrible; ante mí, desfilaban
continuamente sombras que chillaban y agitaban mi cuerpo, y que luego, al caer
exhaustas, acariciaban mi frente febril. Así estuve tres días hasta que al
cuarto, desperté como si nada hubiera pasado; el quinto fui por fin a trabajar.
Hacia la hora
del Ángelus, crucé al bar de enfrente a tomar un café con la medicina; mientras
sorbía el humeante líquido, miré distraídamente por la cristalera; y entonces
vi pasar a la anciana de la estación. Dejé precipitadamente la taza y salí
corriendo. Como si ella me intuyera, volvió la cabeza y me saludó con su mano
izquierda; no pude ir tras de ella, porque en ese momento apareció mi vieja
para ver cómo me encontraba.
Aquel mismo día, al terminar de trabajar, en vez de
irme directamente hacia casa, dando un rodeo me dejé caer por la estación;
estaba solitaria, sólo un par de vagabundos estaban en la sala de espera y me
senté dos bancos más atrás de ellos. No quería fumar pues mi estado físico aún
estaba débil, pero unas palabras sueltas de uno de los vagabundos me
inquietaron de tal forma que caí en la tentación y encendí un cigarrillo.
- Pasado
mañana es su aniversario… cincuenta y dos años sin ella, Miguel. Tengo que
robar unas flores para su tumba.
- ¡No
te martirices hombre! Pasó hace tanto tiempo, que ni memoria tienes para
recordar.
- Mis
remordimientos me lo impiden; yo la maté.
- ¿Qué
dices? Tú no mataste a nadie; las mujeres son impetuosas, absorben tu alma
y tu mente. Su naturaleza posesiva les mata; no nosotros.
- Ella
confiaba en mí y yo me largué por ahí. Su maldición cayó en mi vida hasta
convertirme en esto que soy…
Miré el reloj de la pared; marcaba las ocho y cinco.
Me levanté casi sin fuerzas de aquel asiento y me fui a casa. Esa noche soñé
con la linda muchacha de la estación; veía tan clara su imagen que tuve la
sensación de tocar su ropa. Me sonreía y tendía sus dedos hacia mí, es más,
estoy seguro de que oí su voz diciéndome ¡Busca!
Me desperté maravillosamente bien; deseé que las
horas pasaran rápidamente y así fue; al cerrar la tienda, hice lo mismo que el
día anterior: me encaminé a la estación. Allí estaba uno de los vagabundos del
día anterior, con una botella entre sus manos.
·
¿Qué tal Amancio? ¿Dónde te has metido
este año?-le preguntaba un vigilante.
·
Por allí, por acá…
·
¿Has venido a armarla como todos los
años? Un día te va a pillar un tren mientras haces la ofrenda floral- y por lo
bajo, oí decir al vigilante ¡Pobre loco...!
Volví a mirar el reloj; marcaba la hora de siempre:
las ocho y cinco… y me encaminé hacia casa.
A la mañana siguiente, treinta y uno de octubre,
pedí permiso al medio día para salir antes; una idea me rondaba en la cabeza y
quería despejar aquel presentimiento, acercándome a la hemeroteca.
“El Norte de Castilla” a esas horas, estaba repleto
de estudiantes; su bullicio me distraía aunque no me molestaba, muy al
contrario, me hacía compañía. Parece mentira, o al menos así me lo sugería, que
un hombre de mi edad sintiera el mismo miedo que un niño, pero era verdad.
Tenía mucho, mucho miedo. ¿Por qué? Lo ignoraba y según mis manos buscaban
afanosas el año mil novecientos cuarenta y siete, mi corazón galopaba cada vez
más deprisa.
Una vez que lo encontré, me paré delante de la
pantalla para respirar hondo antes de reemprender la búsqueda; a continuación
indagué en octubre de aquel año…; después, la fecha del treinta y uno. Me volví
a parar y levanté la vista; sonreí plácidamente a un par de jóvenes que se
hacían arrumacos frente a mí. Me sumergí en la lectura de aquel día.
Me lo leí de cabo a rabo, pero no encontré nada;
moví el ratón y la fecha del dos de noviembre se estrelló contra mis ojos.
Quise retroceder pero me llamó la atención una serie de esquelas; al menos
había una veintena, que fui analizado una por una hasta que me paré en la
número catorce. Era la de una mujer de veintidós años llamada Alicia Sepúlveda
¡Qué bello nombre! Había fallecido el día treinta y uno. Mi cuerpo se quedó
rígido, una especie de gusanillo recorrió cada articulación. Duró unos breves
instantes; al rato, seguí retrocediendo hasta llegar al inicio del día uno.
Husmeé en las noticias generales hasta acabar en las locales; ahí estaba la
clave.
Aquella tarde no volví al trabajo; paseé como alma
en pena por las viejas calles de mi ciudad. Deambulaba angustiado; sé que no
era yo el que andaba con mis piernas, el que miraba el balcón del número tres
de la plaza Cantarranas como si lo conociera de siempre. Mis ojos se pararon en
una vieja pastelería mohosa de los soportales de Cebadería, observando golosos
unas tartas, cuando a mí, jamás me ha gustado el dulce. Tampoco eran mis manos
las que se metieron en los bolsillos del
pantalón para sacar unas monedas y pagar un ramo de margaritas
silvestres blancas.
A las seis fui conducido a la iglesia de La Vera
Cruz y me arrodillé en el tercer banco; miré con fervor inusitado a la Virgen.
Recé como en la vida lo había hecho.
A las siete salí transformado de aquella iglesia;
sentía una paz interior muy difícil de explicar. Sé que mi cara sonreía,
irradiaba alegría y mis ojos ya no miraban con tristeza ni nostalgia; se iban
despidiendo de ciertos rincones olvidados y obsoletos. Me paré incluso en un
lugar que tenía el presentimiento de que ya no existía; sin embargo, en el
preciso momento en que los pies pararon, fue por algo que sin duda, tenía su
explicación. Continué caminando mientras la lluvia caía dulcemente; era muy
bello contemplar las luces de la ciudad, ese alegre destello que mis ojos no
recordaban haber visto jamás.
A las ocho menos cuarto, entré en La Estación del
Norte; vi al viejo vagabundo empinando la botella. Cuando sintió mi presencia,
se paró en seco…
Nos miramos deseando absorber el tiempo y cada rasgo
de nuestros cuerpos; nos cogimos de la mano y bajamos muy despacio las
escaleras que nos conducían al segundo andén. Nuestros corazones se agitaban
velozmente, como si el esfuerzo de llegar hasta allí nos hubiera dejado
exhaustos.
Las manos siguieron entrelazadas y al unísono
miramos el acero del raíl; su luminosidad nos cegó y, como si se tratara de un
imán, nos fundimos en él.
El reloj marcaba las ocho y cinco.
Mi vida amigos míos, ha vuelto a ser mía, aunque
cada noche deseo… soñar con Alicia.
El telón del teatro Calderón bajó despacio y los
aplausos inundaron el edificio. El autor de la obra permaneció sentado en la
butaca; estaba impresionado por la veracidad de la historia. Al fin y al cabo,
el guion era tan real como su vida.
1 comentario:
Curiosa historia, un saludo.
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