El reloj de la plaza da tres campanadas. Una luz
blanquecina entra por la ventana. Amparo está desvelada y se levanta a correr
las cortinas; con luz no puede dormir. No duerme desde hace tres años, un mes,
dos semanas y cinco días, pero ella lo intenta con fruición cada noche al
meterse en la cama y pensar en situaciones, imágenes gratas, como le ha
recomendado el psiquiatra. Por mucho que rebusca en su mente cuando encuentra,
sale huyendo de dolor, e imaginación no tiene para imaginar un mundo, una sensación,
en el que quiera recalar. Porque Amparo desea morir, acabar de una vez, pero
algo se lo impide. No es valiente, se acobarda con facilidad, es temerosa de un
más allá del que tanto se ha hablado, pero que ella no capta.
Suspira, enciende a tientas la luz, busca las
zapatillas y la bata. Mientras se lo pone agudiza la mirada entre esas cuatro
paredes en las que cobija su pena cada noche.
Cuando la oscuridad baña las horas, hace que las sensaciones se
acrecienten; las sensaciones negativas vienen a por Amparo y al punto de
asfixiarla llega la luz del nuevo día y Amparo cae exhausta. Un par de horas en
las que cae rendida en un viejo colchón, el mismo desde hace veinte años. Al
cabo de ese tiempo, sus ojos se abren como un resorte, una trampilla tira de
sus párpados y vuelta a empezar. Un día, otro y otro. La soledad martillea sus
sienes, recorre una delgada línea invisible buscando el agujero por donde poder
entrar al corazón de Amparo. Entra sin dificultad, sisea al oído de Amparo. A
ésta se la semeja una serpiente que penetra lentamente, sin hacer ruido hasta
que la retiene con su cuerpo, de pies a cabeza impidiéndola cualquier
movimiento, varada en el vacío.
Se acerca a la ventana, la abre y el vientecillo
de octubre entra silbando tempestades. ¡Cuánto daría por abrazar a sus hijos en
ese momento!, pero una carretera secundaria de Valladolid a Rioseco se quedó
con ellos. Venían de ver a los abuelos, los padres de Juan. Un atardecer
despejado, los cuatro venían cantado “A la rueda, rueda, de pan y canela, dame
un besito y vete a la escuela. Si no quieres ir, acuéstate a dormir”, letrilla
fácil para que Juanito de dos años le fuera fácil aprender. Roque, como hermano
mayor, instaba a su hermano a repetir y repetir una y otra vez. ¡Cuánto habían
deseado esos hijos! Diez años de calvario para quedarse embarazada pero al
final vinieron, llegaron como un regalo de vida para Amparo y Juan y, ¿para
qué? Si la vida se truncó en una carretera comarcal. De frente venía un coche
circulando por el medio de la calzada. Juan le hizo señas con los faros, pero
aquel coche se empecinó en ir contra ellos. Segundos, instantes de tiempo
suspendidos. Ruido, humo, fuego, silencio. Se terminó la historia. En el
periódico del Norte de Castilla salió la noticia. Seis personas fallecidas,
tres de ellas carbonizadas, un superviviente; Amparo que salió despedida por el
parabrisas al no llevar cinturón. Dos minutos antes del accidente se lo quitó
para coger del suelo el peluche que Juanito había lanzado. Ella estuvo un mes
en la UCI, dos en enterarse del fatal desenlace.
¿Qué hago con mis cuarenta y un años? Se pregunta
Amparo mientras mira por una ventana que la provoca para que vuele por ella.
Pero es cobarde, miedosa y trata de que su fe vuelva aunque esta murió
carbonizada también.
Ha comenzado a llover. Un relámpago lo anunció
hace un rato. Amparo mira al cielo y ve otro y otro, hasta cuatro dibujos extraños
de color blanco sobre la noche carbonizada y agua, mucha agua. Lluvia rabiosa
llorando sobre su rostro, resbalando por las fachadas, estrellándose sobre el
asfalto. Amaina, el agua es más dulce, oye un ladrido, después nada. Pero el
ladrido vuelve, regresa quejoso, doliente. Amparo saca medio cuerpo fuera de
la ventana para oír mejor, localizar el ladrido angustioso. Ahora lo vuelve a
oír más cerca; tal vez dos portales más allá del suyo, no más. Y vuelve el
aullido desconsolado y Amparo se acongoja; algo bajo la lluvia pertinaz sufre
tanto o más que ella, y decide ponerse la gabardina y unos zapatos y
zambullirse en medio de la noche. Cuando llega al portal y se queda varada en
la puerta de la calle ya no se escucha nada, como si la lluvia hubiera barrido
la vida. Decide volver a entrar cuando un aullido largo, denso, se queda colgado
del silencio; vuelve a llover intensamente y un trueno cruza la calle. Amparo
sale y busca por donde ella cree que viene el quejido, sin embargo falla, no
encuentra nada. Dos rayos más iluminan la calle y, de pronto, en la acera de
enfrente, en la entrada de un garaje percibe algo, cruza. Ya no llueve,
diluvia.
Efectivamente. En un rincón pegado al portón de
entrada al garaje hay un perro desmayado. Amparo se acerca con sigilo y su mano
mojada y temblorosa se posa en el lomo del animal; este no se mueve, parece
muerto. Un nuevo rayo cae con virulencia extrema y Amparo, del susto, se cae al
lado del perro muerto. Tarda unos
instantes en reaccionar, los justos para notar algo al lado de uno de sus
muslos. “Ratas”, piensa Amparo y el asco se apodera de ella que, además, la
impide moverse. Cierra los ojos mientras que su muslo se nota atacado por rasguños sin fuerza pero
persistentes.
El camión de la basura se pone en funcionamiento.
Son las seis de la mañana cuando comienza su labor diaria. Va al runrún
cadencioso del ruido que le acompaña vaciando contenedores por las calles
solitarias de una ciudad de provincias que aún duerme. Cuando llega a la calle
de Amparo está amaneciendo en gris mortecino. Amparo se despierta, el ruido choca
con su sueño. Se pasa las manos por el pelo; está mojado como toda ella. Tiene
frío, está entumecida. Abre los ojos lentamente y lo primero que ve es un perro
muerto; feo, grande. Vuelve la náusea y trata de incorporarse, pero cuando lo
va a hacer, nota encima de ella, a la altura de su tripa un peso tan liviano
como una pluma. Baja la mirada y ve tres bolitas de dos colores, negro con
diminutas machas manchas tostadas. Se restriega los ojos para afinar la vista,
y comprueba que son tres cachorros dormitando mientras que tiritan de frío…,
como ella.
Los coge con cuidado, están húmedos, su contacto
es gelatinoso a las yemas de los dedos de Amparo. Se incorpora con dificultad,
cruza la calle, abre el portal. Se topa con vecino que huele a jabón. Amparo aspira con deleite ese aroma. Se monta en el ascensor, entra en casa y va al
baño. Extiende una toalla en el suelo y deposita su botín. Los cachorros se estiran,
tratan de ponerse en pie pero caen despanzurrados, apenas tienen fuerza pero se
cobijan los unos en los otros formando una pequeña pelota. Amparo sonríe,
siente ternura, tanta, que se asombra.
Mira el reloj. Son las ocho y media. Tapa a los
cachorros con la toalla. Se hace café, se mete en la ducha. Hace la cama. Mira
las Páginas Amarillas buscando un veterinario cercano. Lo encuentra. Llama y
una voz en Off la comunica que el horario al público es de diez a dos y de
cuatro a siete. Busca el bolso, busca en la cartera a ver si hay dinero. Vuelve
a mirar el reloj. Diez menos cuarto. Se pone un chubasquero de plástico, se
agacha, recoge sus presas y sale a la calle.
-¡Buenos días! Anoche encontré tres cachorros
recién nacidos.
-¿Los trae para adopción o para que los veamos?
-Son míos-Amparo se acaba de escuchar. Su voz es resoluta.
-Bien, siéntese, por favor.
De esto, han pasado cuatro meses. Amparo es otra.
Ella lo nota, los demás también. Por su rostro empiezan a relajarse los surcos
del sufrimiento, las ojeras amoratadas van
desapareciendo. Duerme mejor, más. Su mente descansa en un himpas.
Luz, Sombra y Noche, persiguen las zapatillas de
Amparo, su juguete favorito, mientras Amparo embala enseres. Se muda. Esas
cuatro paredes ya no la aprisionan. Desea irse de allí. Un camión de mudanzas
la espera en la calle. Da una última mirada a la casa. Pasa por la habitación
que fue de sus hijos y besa la pared; ahí quedan las huellas de Roque y
Juanito, alguien las borrará. Ella lleva dentro de su corazón, de su cabeza, a
los tres seré que nunca morirán mientras ella esté viva.
Atrás queda la ciudad. El camión se bambolea
mientras Amparo sonríe y siente pequeños mordisquillos en sus manos que salen
del cesto que lleva encima. Se va lejos, muy lejos. El mes pasado leyó que hay
un pueblo cerca de Granada que busca habitantes. No lo pensó dos veces. Una
fuerza interior tira ahora de ella. Hizo sus indagaciones, la entrevistaron
varias veces por teléfono. La dan una pequeña casa con patio. No necesita más.
Ferreira de Monte Santo les espera. Amparo no se siente sola.
3 comentarios:
Es cierto que los perros dan mucha compañía, a veces parece que son los únicos que nos entienden.
Un abrazo.
Leerte es siempre un placer. Tienes el don maravilloso de hacernos sentir parte de tus historias.
Un abrazo afectuoso.
Qué historia tan humana, tan bonita, tan creíble y tan bien escrita.
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